Nombrar a santa Teresa de Jesús, no les digo yo que no, conlleva un plus de peligrosidad dependiendo del lugar en el que sea nombrada. Si a usted se le ocurre, sin ir más lejos, decir su nombre en nuestra ciudad, y más concretamente en los alrededores de san Cayetano, del colegio Virgen del Carmen, puede que le sea interpuesta una orden de alejamiento con un perímetro que seguramente rondará un mínimo de quinientos metros. Pero bueno, dejemos a un lado la parte humorística porque el asunto es harto serio. Despedimos el año del quinientos aniversario del nacimiento de una de las mujeres más enormes de la historia de España. A Teresa de Jesús se la puede nombrar en cualquier lugar y en cualquier tiempo, se la puede nombrar aquí y ahora, y estoy absolutamente convencido de que tiene porvenir suficiente para que su nombre siga vinculado a nuestro devenir al menos durante quinientos años más, a pesar de los oportunistas que publican libros sobre ella aprovechando el tirón del momento.

Pues a propósito de Teresa, hace unos días visité nuestro Gran Teatro. Allí, Rafael Alvarez El Brujo , con esa maestría tan particular, tan suya, tan de adentro, de la que, seguro, no voy a descubrir nada nuevo a mis lectores, nos invitó a entrar en el Castillo Interior de esta abulense inquieta, rebelde, emprendedora, inconformista, superviviente, de una inteligencia tan fuera de lo común que en no pocas ocasiones tuvo que dejar de hacer gala de la misma debido, entre otras razones, al permanente asedio al que se vio sometida en vida por parte de la Inquisición española. Fue un viaje corto, la verdad, así lo compartíamos Pepe, Mónica y yo mismo al final de la obra, el que Alvarez nos hizo vivir, en esa suerte de diálogo genial con el público casi improvisado al que El Brujo ya nos tiene acostumbrados. Nos quedamos apenas en la entrada del Castillo teresiano, con muchas más ganas de ese "sol por dentro" que me recordó, como seguro que a vosotros ahora, a la luz con el tiempo dentro juanramoniana, es decir, y permitidme la interpretación, cuando el espacio y el tiempo no tienen coordenadas como las tienen en nuestra Realidad, sino que son solo un eje que solo pueden llegar a mirar algunos seres humanos como Teresa de Jesús que, por eso, Jesús de Teresa, que tanto monta, monta tanto...

En esa suerte de recorrido, el actor nos recordó por qué Teresa fue tan especial y lo hizo acudiendo a la pintura de un romántico alemán, Caspar David Friedrich, quien, allá por 1817, se dejó caer con una de los cuadros sin duda más conmovedores de la pintura europea decimonónica: El caminante sobre el mar de nubes . Todos, nos decía El Brujo , somos coprotagonistas de cualquier obra de arte a la que nos asomemos. Todos nos metemos dentro de ella porque poseemos esa capacidad, pero no todos somos capaces de mirar lo que, en este caso, el caminante ve delante de sí. Eso solo lo pueden realizar unos pocos privilegiados, como Teresa, quien fue capaz de mirar al mundo, como el caminante, con sus mismos ojos. Y es que a veces somos más nuestras propias circunstancias, todo aquello que nos rodea, que nos preocupa, que nuestro propio yo que nos adentra. Lo que Teresa vio en su tiempo, en lo alto de una cumbre y por encima de un mar de nubes más bien tormentosas, aparece a nuestra vista en el nuestro, como si fuera lo que Kant nos quiso explicar, antes de poner en hora su reloj, con aquello del noúmeno y el fenómeno.

Al final, tendréis que convenir conmigo que donde sólo unos pocos ven gigantes, el sol por dentro; otros sólo alcanzamos a ver, a duras penas, molinos.

* Profesor de Filosofía.

JMialdea