2011, Shefield (Inglaterra). Un sábado por la mañana del mes de julio. Tres agentes de la policía se personan en casa de Nigel Lang, un hombre de cuarenta y cuatro años que convive con su pareja y un crío de dos años. Tal vez se oyen voces de dibujos animados. Tal vez huele a verduras cociéndose. Tal vez la familia estaba a punto de salir a la farmacia o al parque o a casa de los abuelos. Los agentes de la autoridad tienen una orden de detención. Nigel Lang debe acompañarlos a la comisaría. No quiere ser atendido por un abogado. Posteriormente cambia de decisión. Será interrogado durante cuatro horas: pornografía infantil.

Mientras Lang intenta explicarse, dos representantes de los servicios sociales de la localidad visitan su casa. El sospechoso no podrá volver al domicilio familiar hasta que se esclarezca el caso. El probable pedófilo no podrá tener contacto con su hijo sin supervisión externa.

Libertad bajo fianza. La investigación dura tres semanas. Lang se refugia en casa de su madre. Debe abandonar temporalmente su trabajo como educador en un centro de rehabilitación para jóvenes con adicciones. La policía no encuentra el menor rastro de suciedad en su ordenador. Lang intenta retomar su vida pero ya nada es igual. Tiene que dejar su empleo. Los chavales del centro han perdido la confianza en él. Nota silencios abruptos y miradas de soslayo cuando va a por el niño a la guardería. «No smoke without fire», dicen los ingleses, no hay humo sin fuego. Algo habría hecho.

En junio de 2012, casi un año después de que sonara el timbre aquella mañana, Lang dirige una queja a la policía de Yorkshire. En la respuesta le dejan clarito que el procedimiento fue el que tenía que ser. Como explicaciones a lo sucedido le ofrecen varias opciones: alguien pudo utilizar su rúter para traficar perversamente desde la distancia, alguien pudo hacer el mal desde su propia casa sin que él lo supiera. Ninguna de estas hipótesis lo convence. Su abogado terminará descubriendo la verdad de lo sucedido: un agente se equivocó al darle a una tecla y la dirección IP del verdadero delincuente se convirtió en la suya. La ubicación física del ordenador podrido pasó a ser la de su casa.

El 5 de abril de 2014 Lang recibió una carta de disculpa. Actualmente sobrevive con antidepresivos. No trabaja. Lo indemnizaron, pero no hay forma de compensar lo sufrido. Ha contado recientemente su caso para que nadie pase por lo que él pasó. Imagínatelo. Imagínate que llaman al timbre de tu casa un sábado por la mañana y ya nada vuelve a ser como antes. Imagina que alguien le da a una tecla por error y te transforma en un bicho repugnante. Imagina que un descuido administrativo convierte tu existencia en una pesadilla. Ya no importa lo que eres realmente. Ya solo eres lo que una máquina dice que eres. Vaya mundo.

* Profesor del IES «Galileo Galilei»