La polarización es la base actual de nuestra convivencia, una crispación de llama líquida descendiendo sobre nuestras cabezas. Coges cualquier asunto y ahí no hay un posible tema de conversación, ni siquiera de controversia o debate, sino directamente un enfrentamiento sin matices. Es como si en este país llamado España hubiéramos olvidado que entre dos puntos distantes hay una infinidad de puntos intermedios, no únicamente dos posibilidades: imponer o rendirse. Da igual la latitud del asunto que estemos tratando, no importa su naturaleza, su significación, su futuro o su pasado: hay dos posiciones, y ya está. Y como las únicas opciones más o menos contempladas habitualmente tienen que ver solo con la cerrazón del triunfo o el viento gris de la pérdida, no hace falta buscar razonamientos intermedios. La prueba más superficial la tienes en la elección del seleccionador nacional: un tío que cae mal directamente, o cae bien, con la cosa esa del carácter que uno no sabe muy bien qué es, si ver quién grita más fuerte que el otro o ver quién se contiene las ganas de gritar. Pero el caso es que todo, absolutamente todo, está así. Por eso, con el tema de los taxis, que ya es de por sí un gremio expuesto a la agresividad latente de las horas punta, los insultos, el claxon, las prisas, en fin, toda esa maraca de tensiones, conviene -como en todos aquellos que podamos imaginar-, si no queremos volvernos definitivamente locos, buscar los argumentos de unos y de otros, intentar comprender incluso a aquellos con los que no estamos de acuerdo: porque hablar se trata precisamente de eso, el diálogo era esto, el consenso era esto, intentar comprender a los demás, porque a nosotros mismos, y no siempre, ya nos comprendemos demasiado.

La vida que he llevado me ha obligado a coger taxis en no pocos países, y en general he de decir, en contra de creencias más o menos extendidas, que los taxistas me caen bien. Los taxistas son gentes con historias que contar, y a mí me gustan las historias y sus protagonistas. Y me gusta escuchar. No tanto darles palique a los taxistas, pero me agrada que hablen, aunque no siempre: los hay también que charlan demasiado. Suelen ser amables. Suelen ser gente limpia. Suelen ser educados. También hay de lo otro, por supuesto. Como los hay timadores, aunque en general siempre me ha parecido un gremio honrado que trabaja en condiciones duras, sobre todo de noche. Pero es un gremio, también, que hasta ahora no ha tenido competencia, y los imperios del monopolio nunca han ofrecido las mejores condiciones para la ambición y el crecimiento de los colectivos.

Hace justamente una semana, más o menos a las 14:00, en la salida del Zoo Aquarium de Madrid, esperaba un taxi con mi familia. No solo yo: había allí un matrimonio inglés de ancianos con sus nietos y varios grupos sueltos. Enfrente, una parada de taxis vacía. No se puede decir que no hubiera público en el Aquarium, porque estaba a tope de gente. Total, que no viene ningún taxi, y aquello está aislado en mitad de la Casa de Campo. Llamamos a una compañía de radio-taxi -en Madrid hay muchas- y, tras una eternidad, nos contestaron. En resumen: tardaron hora y media en llegar los tres taxis que pedimos y por allí no apareció nadie, a pesar de que había una parada marcada, que estábamos casi en mitad de agosto -temporada alta de turismo en Madrid-, y cuando llamabas a otras compañías -yo llamé a la que suelo o solía usar, tan buena o mala como las demás- te decían que no tenían coches disponibles. Alguien entró en Cabify: la respuesta fue que si lo pedíamos tendríamos allí el coche en 4 minutos. Y ya sabemos el servicio que ofrece: coche impoluto, cómodo, con su botellita de agua y su amabilidad.

Hace unos ocho años tuve que discutir con un taxista de Córdoba, que me recogió en la Puerta de Almodóvar a las 12 de la noche en plena ola de calor, que porque llevara todo el día con el aire acondicionado encendido no me lo tenía que apagar a mí. Que yo había cogido el coche en ese momento, no el resto del día, y que el servicio me lo estaba dando a mí y yo estaba sudando. Es como si yo le hubiera dicho: no, como ya he pagado en el restaurante a usted no le pago, pero lléveme a mi casa. En fin, estas cosas suceden.

Llegados aquí, manifestada mi simpatía por el gremio, creo en una libre competencia que no permite que haya una parada vacía en temporada alta durante dos horas, frente a una atracción turística masiva, porque los taxistas están de vacaciones. Todos ganaremos.

* Escritor