Si durante los recientes días de playa y piscina hubiese tenido el descaro de fotografiar los cientos de tatuajes que personas de toda condición lucían más allá de sus trajes de baño, tendría material suficiente como para plantearme proponer una exposición. Puestos a imaginar que además ejerciese como comisario de la misma, creo que huiría del enfoque simplista de clasificación por temáticas, técnicas, colores o tamaños. Me centraría sobre todo en intentar ordenar las motivaciones de sus portadores para haber marcado su cuerpo a perpetuidad con tal o cual dibujo y a tal o cual tamaño. Conforme a esto, las distintas salas mostrarían categorías como «Los que quieren parecer», «Los que quieren pertenecer», «Los que se anuncian», «Los que quieren demostrar», «Los que quieren destacar», «Los que buscan la originalidad», «Los que no quieren olvidar»… «Los que no tengo ni idea por qué». Mejor olvidarlo, les puedo asegurar que el resultado sería un bodrio carente de veracidad. Obedecería únicamente a mi sesgada hipótesis personal.

Estoy convencido de que si preguntásemos a los tatuados protagonistas nos darían (o no) todo un repertorio de intenciones de lo más dispar e imposible de categorizar. Lo que no escapa a la realidad es que en los últimos tiempos el mundo occidental está viviendo un auténtico boom del tatuaje. Y que, por supuesto, poco tiene que ver este boom con aquellas motivaciones que llevaron a tatuarse desde tiempo inmemorial a indígenas americanos o polinesios, piratas, al hombre de Ötzi cuya momia milenaria se encontró en los Alpes, o incluso a los Ángeles del Infierno de los años cincuenta. Si hasta hace pocos años era casi imposible encontrar quien nos hiciese uno, a día de hoy es extraño que cualquier zona comercial de cualquier ciudad no cuente con algún establecimiento dedicado a ello. Una moda o tendencia que se aleja de las ancestrales motivaciones culturales, grupales, religiosas, jerárquicas o de tradición.

Cuesta trabajo comprender cómo en la sociedad actual, tan cambiante, consumista, y tan acostumbrada a lo efímero del «usar y tirar», se haya expandido una práctica que tiene en su esencia el «para siempre». No puedo evitar plantearme algunas preguntas. ¿Hemos alcanzado tal grado de libertad que nos permite disponer del cuerpo a nuestro antojo reafirmando en su diseño una identidad propia e irrepetible o, por el contrario, hemos sido sometidos por un consumismo feroz capaz de inducirnos a ofrecer nuestro cuerpo como objeto de comercio para un sector estético que nos deja a nuestra suerte en las consecuencias? ¿Asumimos la permanencia del tatuaje como una demostración de que nuestra capacidad de compromiso está muy por encima de la superficialidad cambiante que como consumidores nos atribuyen o, por el contrario, tenemos tal grado de alienación que nos deslumbra el breve espacio de tiempo en que causaremos sorpresa entre nuestro entorno sin siquiera sopesar que luego permanecerá? ¿Existe algún vínculo emocional con el diseño tatuado o, por el contrario, lo único que se pretende es estar tatuado y, con carácter secundario, que más o menos el diseño sea de nuestro agrado o cause efecto ante los demás? Supongo que existe todo un abanico de casos como para dar respuesta afirmativa a todas estas preguntas, saber en qué porcentaje sería ya otra cuestión difícil de analizar. Lo verdaderamente importante es que el uso de nuestro cuerpo obedezca siempre a un deseado, consciente y meditado acto de libertad personal ajeno a modas o manipulaciones.

* Antropólogo