Esta semana he comenzado a ir de patios por la calle Albucasis, en cuyo número 6, hace ya mucho tiempo, vivía una muchacha morena, de tez aceitunada y ojos que hablaban, que nunca se desprendía de la belleza cordobesa de mayo y que era un reclamo para aquellos atardeceres en los que las macetas recién regadas desprendían cierto olor a tierra mojada. Un año, aquella muchacha que hablaba con sus ojos, ya casi mujer, faltó a la cita. En el Patio de los Naranjos, siempre sobrecogedor, tocado de otro tipo de belleza, sentados en corro alrededor de una palmera, una pandilla de adolescentes lamentamos la ausencia de la muchacha morena. Y mayo casi se nos desbarató entre las manos. Aunque lo cierto es que mi primer patio de Córdoba fue el de los Naranjos, una tarde de noviembre, cuando me trajo mi madre desde la calle Zamorano al Seminario y la verdina de las umbrías suponía un peligro para los pies torpes. La lógica, que a veces traducimos como milagro, se impuso y mi madre, nunca especialmente ágil, resbaló y besó aquel suelo, elegido por los dioses casi desde la eternidad como su morada. Miramos a nuestro alrededor con la candidez de intrusos que se sienten forasteros y obligados a evitar el ridículo y comprobamos que nadie nos señalaba con el dedo. Cuando levanté la mirada y contemplé las palmeras y naranjos de aquel gran patio mi imaginación empezó a establecer un diálogo con la belleza de esta ciudad. Estábamos entre el cielo y la tierra. En el Centro de Arte Rafael Botí, en la plaza de Judá Leví --que ha perdido su esencia local y ha recurrido a una personalidad global--, nos invitan al arte contemporáneo con Lecturas en flor, los lógicos caminos que debe seguir la ciudad en su testimonio de patrimonio de la humanidad, sea con monumentos o con patios. Pasas por Medina y Corella, antes de llegar al antiguo Mesón del Conde --ahora restaurante Bandolero-- donde la condesa sonreía con sus patios, y ves que la Filmoteca te llama la atención con sus carteles de películas y con sus espacios de jardines sobrios. Por Badanillas y Cabezas los patios se vuelven espacios en la memoria y por Romero Barros el retorno a la progresía del Juan XXIII es casi una especie de obligación de pensamiento ahora que hace cincuenta años del mayo francés, cuando éramos tan jóvenes que solo pensábamos en los exámenes y en las muchachas, como la de Albucasis, 6. O como lo hacía Romero de Torres con las que pintaba, como la Chiquita Piconera, que se retrató conmigo y me dio un beso. Es el final de una tarde en una ciudad que termino en Bodegas Campos con la conferencia de Celia Fernández Prieto Viajeros y paseantes: miradas narrativas sobre Córdoba.