Franco no debe seguir un minuto más enterrado con honores de gobernante en un lugar de privilegio dentro de un monumento patrimonio del Estado. El Gobierno usa de manera legítima y proporcionada el instrumento del decreto ley para asegurar una exhumación irreversible y resulta urgente hacerlo porque, cuanto antes se lo lleven, más aliviados quedaremos, como bien explica el refrán. En el mar de cinismo e hipocresía generado tras el anuncio de la remoción de los restos del dictador en su mausoleo, edificado sobre las vidas de miles de españoles esclavizados, afirmaciones tan contundentes pueden producir desconcierto a más de uno. Pero cuando se extiende la impudicia es hora de empezar a llamar a las cosas por su nombre. Mientras el cadáver de un traidor y golpista siga honrado en el Valle de los Caídos como un militar y un hombre de Estado, la historia de España seguirá sin contarse como debe. Puede que para muchos aquel alzamiento fuese legítimo y necesario, pero eso no cambia el hecho incontrovertible de que Franco traicionó al Estado legítimo que juró defender y a su palabra. Ya lo dijo Winston Churchill: uno tiene derecho a tener sus propias opiniones, pero no sus propios hechos.

El general D. Eisenhower ordenó fotografiar los campos de concentración nazis recién liberados porque estaba seguro de que, algún día, alguien negaría que hubieran existido. Si Franco sigue honrado en el Valle de los Caídos acabará siendo solo un militar y un gobernante, cuando solo fue un dictador. Pero no se trata solo de historia, también de cómo se escriben nuestro presente y futuro. Un país y una democracia se definen también por la ejemplaridad de los personajes a quien honra.

Refutar la exhumación porque existen cosas más urgentes o que importan más a los ciudadanos representa el ejemplo perfecto de ese impudor aparentemente inofensivo al que recurren quienes no quieren decir abiertamente por qué se oponen. Igual que refugiarse en el debate sobre la validez jurídica del decreto ley, cuando el Tribunal Constitucional ha zanjado la cuestión en diversas sentencias -29/1987, 332/2005- estableciendo con claridad que la urgencia es un «juicio puramente político», corresponde al Gobierno en su potestad de dirección política del Estado. Al Congreso le toca validarlo y, en su caso, al TC fiscalizar su validez en examen externo, sin suplantar a los órganos que aprueban o convalidan el decreto. El TC verifica si afecta a las materias reservadas fijadas en el artículo 86 de la CE o si la justificación de su uso cabe dentro de los límites de lo razonable, pero la urgencia la define el Ejecutivo, no la justicia. Aunque quienes se esconden tras semejantes argumentos lo saben perfectamente. Porque no se trata del imperio de la ley, sino de conservar incorrupta una historia donde los vencedores continúan enterrados con honores y los derrotados siguen olvidados en las cunetas; por supuesto, siempre en nombre de la reconciliación y el perdón.