Al inscribir la Unesco el tambor de Baena en la lista del patrimonio cultural de la humanidad, hizo también alusión al eslabón intergeneracional. Cuando yo venía en Semana Santa desde Alemania y oía un fino redoble, con el garabateo de las baquetas sobre el pellejo bien tenso, se me ponía el vello de punta. Para mi ese redoblante era como el solista de una orquesta que emite música celestial. Llevo en mis genes lo que apunta la Unesco: una herencia inmaterial que se repite de padres a hijos. «El tambor y el judío están de una forma tan ligados, que el tambor y el judío son una misma cosa. Si el tambor está risueño, si tiene sonido de plata, la alegría del judío, en su risa dichosa, es de plata también». La frase forma parte de un artículo que escribió mi padre en 1926 cuando tenía diecinueve años. La cito en mi libro El judío de la Semana Santa de Baena. Aquella generación de principios del siglo XX, empedernidos defensores del tambor, es la semilla de este reconocimiento que ahora otorga la Unesco. Mi generación también puso su granito de arena. En mis inicios profesionales, los periódicos de USA informaron --marzo de 1956-- que un tal Jimmy Rogers estuvo más de sesenta y siete horas sin parar de tocar el tambor. Se había proclamado campeón del mundo de resistencia tamborilera. Tuve la juvenil idea de que un tamborilero baenense retase al americano. El tambor de Baena «sonó» en todos los Estados Unidos. La tradición tamborilera pervive y no hay influencias extrañas ¡Qué alegría! Lo contrario que en Navidad donde nuestra identidad cultural está diluida en modas extranjeras.

* Periodista