Estar en El Tablón tiene algo de viaje o pasadizo al corazón del pasado, a la textura fresca en la madera, con su brillo de tiempo, que acaba de pintarse hace cien años. No hay tiempo en El Tablón, en la calle Cardenal González, es otro espacio: alrededor de esa mesa de mármol que hay entrando a la izquierda se sentó Pío Baroja a rematar La feria de los discretos, y también nos reunimos hace tiempo un grupo de amigos en los que destacaba siempre la voz radiofónica de Paco Cerezo, ese hombre que guardaba varios hombres dentro, pero una sola y grande humanidad. Su tono hondo y enérgico imantaba al silencio, lo hacía respirar en el relato que nos tentaba como protagonistas, porque siempre hubo en él un desaforado asombro de vivir. Con él estaba, cerca, Matilde Cabello, que nos hizo cruzar por vez primera la puerta de El Tablón mientras hablábamos de su Wallada, que llevaba consigo en su mirada bajo el sol más sonoro. Y algunas caras más, difusas y perdidas que pudieron acompañarnos cuando el tiempo era otro. Y estaba Rafael, el tabernero, narrador bondadoso con la curiosidad al acecho, que sabe mantener el brío de la historia, dando de comer a los palomos que se arremolinaban en la puerta mientras nos ponía esos medios transparentes de luz. En fin, uno de los lugares donde uno ha sido feliz cabalmente, y tampoco son tantos. Había y hay en El Tablón, como en la voz de Paco, un vértigo de abrazo, una querencia que hallaba en su banco esquinero de viejo tren-carreta su comodidad extraña. Al leer la noticia de la muerte de Carmen Moreno Moyano, Señora de las Tabernas desde 2004, vuelvo a escucharla con su cariño lúcido. Hoy los recuerdo en una distancia que sólo está en los mapas. En mitad del griterío del trampantojo político uno se ve otra vez en El Tablón, en su fuego de voces al filo del otoño, con su mesa redonda de mármol pulidísimo, y tiene la impresión de poder tocar de nuevo esas voces y rostros con su normalidad al borde del milagro.

* Escritor