En París, 1930, André Breton publicó el Manifiesto surrealista, definiendo la tendencia como «un dictado del pensamiento con ausencia de todo control ejercido por la razón al margen de toda preocupación estética o moral». De acuerdo con dichas apreciaciones, podemos escribir que los sucesos catalanes de los últimos tiempos, ideados por el pequeño Pujol y sus huestes, son perfecto surrealismo en estado puro, plagado de mentiras, insidias, despropósitos, piruetas y disparates propios de personas que, como decíamos en la infancia, parecen guilladas.

El profesor Aranguren, que estuvo en el candelero de la oposición en los últimos años del mustiofranquismo, decía que los españoles nos avenimos de maravilla con el surrealismo que, en pintura representó como nadie un catalán, el ampurdanés Salvador Dalí y, en cinematografía, su gran amigo Luís Buñuel, nacido en Aragón. Surrealismo hispano que, según el mentado Aranguren, tuvo su punto culminante con el dictador Franco, que vivía acompañado por el brazo incorrupto de santa Teresa de Ávila. Y es que, para dicho catedrático de ética, trocear bienaventurados y exhibirlos por piezas --cómo nos acordamos de la lengua de san José de Calasanz que, muy niños, vimos procesionar por la ciudad en un relicario barroco--, es una manifestación inequívoca de surrealismo que, en castellano, con mayor fidelidad lingüística que en Francia y desde antes del Manifiesto de Breton, llamamos suprarrealismo o sobrerrealismo.

Pues bien, cualquiera de los aconteceres del soberanismo catalán, que se vienen sucediendo en el último trienio y que, desde la época del Conde Duque de Olivares, valido de Felipe IV, fracasaron siempre, nunca han dejado de ser, si los analizamos con detenimiento, surrealismo de alta gama. No vamos a inventariar por menudo todos los sucesos reales, simbólicos, unilaterales, transversales, o como queramos llamarlos, que se han venido sucediendo últimamente. Un monumental embrollo, próximo a la sinrazón, ayuno de sentido común, en el que lo que se dijo ayer, se desdice hoy para volver a modificarlo mañana según corran los vientos. Lio mayúsculo protagonizado en vanguardia por el inefable Puigdemont que se considera, a ratos, presidente de una República que nunca existió, tan fantasmagórica como él mismo, y que nadie en el orbe político --ni tan siquiera el bolivariano Maduro-- reconoce.

Ahora, con Puigdemont retenido en la República Federal Alemana, de cuya Constitución es copia el artículo 155 de la nuestra, hasta que se cumpla una extradición que parece cantada, los pacíficos catalanes, tal vez atrapados por el nerviosismo, se han lanzado a percutir cacerolas, cortar ferrocarriles y carreteras, quemar neumáticos y contenedores, lanzar vallas metálicas contra la policía.... Andan montados en el caballo desbocado de un soberanismo surrealista, pero siguen sin entender que, mientras exista la Unión Europea, esta no albergará en su seno un Estado catalán. Así de claro y visible para quien tiene ojos en la cara. Hoy por hoy, los catalanes que piden la separación, solo pueden pertenecer al club europeo si, además de nacionalistas catalanes, son españoles.

No obstante, seguiremos oyendo, con reiteración de murga, que la situación política creada no se resolverá judicialmente. Una obviedad, pues el poder judicial no está para resolver problemas políticos, o valorar conductas, sino para enjuiciar hechos que, en este caso, son flagrantes ---muchos de ellos inclusive los televisaron--, tipificados como delitos graves. Además, quienes se reconocen presos políticos perseguidos por un Estado represor y antidemocrático, saben de sobra que su indefensión es un cuento chino, pues las sentencias que puedan producirse en los casos abiertos, contarán con la garantizada posibilidad de recurrir a una última instancia europea.

* Escritor