Pocos días antes de que Pedro Sánchez accediera a la presidencia del Gobierno, tuvo un «encontronazo» en Twitter con una cuenta independentista que le reprochaba haber llamado «supremacista» a Quim Torra. Al día siguiente, la RAE anunciaba a través del mismo canal que ya estaban «en fase de incorporación al diccionario académico los términos ‘supremacismo’ y ‘supremacista’». Una semana antes, el presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, había mostrado su disgusto por los tuits de Quim Torra --rescatados antes de que los borrase, esta nueva moda de negarse a sí mismo o misma-- y el portavoz jefe de la Comisión, Margaritis Schinas, reiteró que el tono de esos tuits no dejaba de ser supremacista.

Pero este es un caso concreto de entre tantos y de entre tantos en el mundo. En los últimos años vamos transitando del populismo al supremacismo, sea racial o sea moral, en una deriva que tiene raíces más peligrosas de lo que aparenta porque va mucho más allá del simple debate ideológico que, por cierto, ni es tan simple ni tampoco admite mucho debate, enconada la actitud Troll a la más mínima ocasión en cualquier sitio o lugar.

Es el supremacismo un mal que confunde intenciones y manipula voluntades con mucha más eficacia que en el pasado --paradojas digitales-- y crea con enorme rapidez un sentimiento favorable o de rechazo a quién elija como objetivo, sea persona física o movimiento. Por eso, la famosa ‘posverdad’ fue su mejor vehículo para el engaño y, ahora y de nuevo paradójicamente, es su mejor antídoto contra la realidad que quiere destruir sin importarle las consecuencias. Pero el supremacismo no está solo en la gran política, que es donde lo situamos. Está en muchas actitudes cotidianas que se muestran en cualquier parte sin ningún pudor, mucha ignorancia, un extraordinario complejo de superioridad y grandes dosis de soberbia. Y ahí está el problema, que tiene difícil arreglo porque comienza por la Educación, y claro...

* Periodista