Voy andando con prisa mañanera para desentumecer por una céntrica calle de Pozoblanco y dos colegiales pequeños, niño, niña, solos, con sus mochilas de libros y libretas me preguntan qué hora es a las nueve menos 5. Sigo andando pero comienzo a pensar que lo que me acaba de ocurrir se parece a aquella época de colegiales con mocos, remiendos y sabañones y supone toda una novedad para este tiempo de superprotección de los chiquillos. A las pocas calles, una joven conocida me saluda y me devuelve a la actualidad: se sube al coche en el que ha traído a su hijo a la escuela. Estos días, que son fechas redondas de efemérides --30 años de emisiones de Procono, XXXII Premio Córdoba de Periodismo de la Asociación de la Prensa; 35 años del hospital Infanta Margarita de Cabra; 40 años de la apertura del Pryca-Carrefour Zahira, por Carlos III; otros 40 de la inauguración de Los Villares; 30 años de los cursos Erasmus; 30 años del Coro de Ópera Cajasur; 40 años de aquel 4-D, el primer Día de Andalucía...-- me causan sorpresa las vueltas de instituteros y colegiales a sus casas. Los primeros se bajan del autobús que los trae del instituto que está en otro pueblo y en la parada, a menos de cinco minutos andando de su casa, el abuelo monta en su coche al nieto estudiante para llevarlo a comer. A los colegiales que van a la escuela en el mismo pueblo los suelen llevar y recoger las madres, que por la mañana han ganado un tiempo de desayuno fuera de casa. Debe ser que hoy hay más coches que arrollen a los críos o más peligro por las calles del pueblo pero en aquellos tiempos de hace más de 40 años, como los de las fechas redondas de efemérides, los críos nos apañábamos solos para ir y venir de las escuelas, de aquellos colegios que siguen estando en el mismo sitio de antes. Nunca nos llevaban --ni nos recogían-- los padres a la escuela, tiempo que aprovechábamos para jugar con los amigos o ir hasta el colegio montados en la burra de un compañero que la dejaba en una era cercana para que comiera paja por la tarde. La ida y venida a la escuela era una aventura diaria. Yo, por ser monaguillo, hasta tenía que tocar vísperas en las campanas de la torre, a donde mi padre me tenía prohibido subir. Sonaron siempre a las tres en punto. En aquella desprotección.