Aunque es cierto que circulan ya demasiadas jornadas conmemorativas y «días de» por el mundo, lo que acaba quitando fuerza a las efemérides verdaderamente importantes, algunas tienen o deberían tener, por necesarias, la repercusión y el carácter de alerta social con que fueron pensadas. Una de ellas es la destinada a la prevención del suicidio, conmemorada el pasado martes con diversos actos a nivel internacional y en Córdoba con una mesa informativa instalada en el bulevar del Gran Capitán por el Teléfono de la Esperanza. Una iniciativa que ya de por sí da que pensar, porque si hay un tema realmente tabú -tanto que hasta la misma palabra tabú había caído en desuso como un veto sutil, uno más- ese es el suicidio. Es un asunto muy delicado, para algunos incluso con trascendencia moral o religiosa, el de que alguien esté tan harto de la vida que se la quite, cerrándose por propia voluntad la ocasión de un giro más halagüeño del destino o de ver las cosas menos negras, mientras deja a los que lo rodean y lo quieren sumidos en la interrogante dolorosísima de por qué lo hizo y si se pudo evitar.

Si será delicada la cuestión del suicidio que los medios de comunicación, tan incontinentes algunos, tienen entre sus normas básicas -junto a la de no llamar ancianos a los ancianos, por todo un tratado de condicionantes sociológicos que no vienen ahora al caso- la de no escribir o pronunciar la palabra fatídica por más evidencias que haya del suceso. Así, se recurre a argucias semánticas como la de contar que determinada persona -de cuya identidad lo más que trascienden son las iniciales del nombre- «se precipitó» desde un séptimo piso, aunque un montón de testigos asistieran desde abajo impotentes a su caída voluntaria; o, si la víctima es famosa, se procura soslayar con discreción la posibilidad de que la muerte haya sido una decisión íntima y no por accidente, como ha ocurrido con el reciente caso de la excampeona de esquí Blanca Fernández Ochoa. Se ha venido procediendo de este modo, en primer lugar, por rehuir el amarillismo y en aras de la verdad, porque en el fondo nadie es capaz de saber lo sucedido en los últimos suspiros de una existencia; pero la razón más contundente que se ha argumentado siempre en las redacciones es la de evitar que el mal se extienda, dado que se creía comprobado que el suicidio es contagioso y que, por tanto, cuanto menos se hable de él mejor.

Sin embargo, parece que los periodistas estábamos equivocados. Expertos como los voluntarios del Teléfono de la Esperanza, familiarizados con todo tipo de llamadas desesperadas, avisan de que el incremento de suicidios, sobre todo entre adolescentes y jóvenes, es tan inquietante que urge la puesta en marcha de un plan nacional para prevenirlos. Y en él, dicen los especialistas -entre otros el propio Ministerio de Sanidad, que ya anunció el plan hace un año sin pasar de ahí-, se hace necesaria la colaboración de las familias, educadores, sanitarios e instituciones, pero también de la prensa. Porque, según esta nueva tendencia, informar sobre el suicidio, sin sensacionalismo pero con transparencia, es una obligación, un servicio social que diluye el estigma injustamente arrastrado por los que se quedan y un medio para concienciar sobre una causa de muerte prevenible. Algo nada baladí si se piensa que el suicidio, con una media de diez casos diarios en España (73 en Córdoba en 2017 según las últimas estadísticas), es el primer motivo de fallecimiento violento y duplica al de accidentes de tráfico. Un problema de salud pública ante el que habrá que cambiar los esquemas.