Podemos optar entre varios establecimientos plenamente adaptados al decreto vigente. Ya en la puerta, haciendo uso de nuestro dispositivo móvil, quedamos registrados en la base de datos del negocio, de terceros y de cuartos con fines comerciales (de buena fe). De puntillas, accedemos al restaurante, bozal bien apretado, y tomamos asiento en mesa desinfectada a conciencia. Aperitivos: dos nueces de Sebastopol chamuscadas con un leve toque de cúrcuma deshidratada en celda de castigo. El protocolo y el decreto nos dicen cómo bajar y subir mascarilla alternativamente entre bocado y sorbo de Rioja. Preciso es desenmascararse el mínimo lapso de tiempo básicamente necesario. Podemos hablar, cómo no, sin poner en asomo de duda la política del gobierno, que lo hace muy bien. Debemos eludir todo contacto con el personal, toda innecesaria visita al retrete, cualquier acto reflejo de sobra. Debemos acoger con sonrisa y agradecimiento el gramo de avestruz mechada más la hojita de menta. Y cuando, felices y melancólicos, recibamos en la pantalla de nuestro dispositivo móvil la bonita suma de ochenta y cinco euros con cincuenta y dos, sabremos que ya está pagado, cobrado directamente de esa cuenta bancaria de dominio público. ¿Qué más puede acontecer ahora? Ni lo imaginas: Tras oficiar un emotivo responso en honor de las víctimas por atragantamiento, el gerente del local, capitaneando a fornidos, tatuadísimos hosteleros, nos invita, sin bajar las persianas, a posicionarnos sobre la mesa, directamente en contacto con cubiertos y desperdicios, para proceder, sin miramientos ni lista de espera, a extirpar uno de nuestros riñones, con «pleno respaldo jurídico» (en bellas palabras de su Señorío el Ministro de Justicia) y todas las garantías sanitarias de rigor. «¡Gracias, Estado de Derecho!» debemos gritar en falsete, sin reservas, por España, la bandera y la Salud Nacional. A mí, por suerte o desgracia, no me es posible participar de semejante iniciación. El hecho de usar un rústico Nokia de botones, carente incluso de bluetooth, me impide el simple acceso al restaurante. Qué injusta es la vida.

*David Márquez es escritor.