Asistí en Dos Torres a una conferencia sobre Astronomía y nuestro cielo, el cielo de Los Pedroches. El ponente había derrochado pasión por el universo y cariño por nuestra Tierra. Estoy viviendo en el campo. Llegué a casa y miré hacia arriba. Miles de estrellas me hacían guiños cómplices y celestes: me dejé arrastrar.

Una Luna creciente me animó a soñar con un país donde los partidos políticos se ponían de acuerdo por el bien común y sus líderes se transformaban en dignos servidores de la ciudadanía solucionando los problemas concretos de la gente sin insultarse y llamando a las cosas por su nombre para que el personal conociera de primera mano de lo que se habla. Acaricié la idea de que la clase política había renunciado a la corrupción, al aberrante márketing, a los fuegos de artificio para despistar, a las declaraciones altisonantes y vacías, al «y tú más», a la verborrea barata y mitómana, a las descalificaciones, a las fake news. Haciendo caso a Cervantes, habían decidido hacer y hablar lo justo, con nitidez y rigor. La transparencia de sus actividades y sus cuentas era total. Dejaron de interferir en la Administración de Justicia y en los medios de comunicación públicos acatando sin comentar las sentencias de unos y la independencia de ambos. Las palabras democracia y diálogo habían dejado de ser manoseadas, ultrajadas, manipuladas, deslustradas. Ahora eran sinónimos de respeto, escucha, disenso razonado, empatía y una sana actitud de buscar acuerdos.

La variedad de planetas, satélites, estrellas, galaxias y su equilibrio dinámico me condujeron a imaginar una nación plural y diversa pero de iguales, donde todas las ideas y sentimientos tenían cabida con un total respeto a todos los símbolos, a todas las instituciones, a todas las banderas y a toda la legalidad vigente. Los desacuerdos se llevaban a las mesas de negociación, a los medios de comunicación, a las redes sociales, a los parlamentos y, en su caso, a los juzgados. Mientras tanto se aplicaba con naturalidad la ley en vigor esperando la nueva. Disminuyeron los aforamientos y privilegios innecesarios y se puso límite de tiempo a los mandatos de presidentes, diputados y consejeros. El mérito y la capacidad sobrevoló el país como pájaro de buen agüero.

La tranquilidad que rezumaba este firmamento visible evocó en mi interior un estado donde la violencia machista había casi desaparecido, hombres y mujeres a igual trabajo tenían el mismo sueldo y padres y madres, los mismos derechos y obligaciones. Me imaginé un reino en el que las mujeres podían pasear solas en la noche y los niños jugaban en las calles sin la vigilancia de sus mayores. Las familias compartían tiempos y espacios por lo que los ancianos estaban acompañados y los niños eran educados en el calor de hogares compartidos. Teles y móviles perdieron presencia social: maestros, médicos y psicólogos aconsejaban como medidas terapéuticas participar en conversaciones directas, una hora -al menos- de lectura diaria y escribir a mano con frecuencia pensamientos y sentimientos. La palabra se había convertido en una medicina.

Este cielo afectado por una especie de sarampión de estrellas resucitó en mí el recuerdo de las pateras, de los refugiados, de los emigrantes... ¿Cuántas criaturas habrán viajado -algunos miles muertos- mirando al cielo y preguntándose por qué? Apelé a una patria universal donde quepamos todos, donde todos tengamos un sitio para vivir, una ración de pan para comer y un entorno que nos permita desarrollarnos como personas. En mi delirio de ensueños tomó cuerpo la idea de una sola religión con un tierno Dios que nos protege a todos.

Los Pedroches tomaron forma de encina con diecisiete ramas y profundas raíces. Una encina verde y enorme queriendo alcanzar el cielo e intentando transformar sus frutos en estrellas. Los Pedroches, a modo de especial quercus, lo percibí como árbol único y generoso que daba sombra en verano, calor en invierno y permitía una vida rica y variada en la tierra que cobija.

En una estrella fugaz se concentraron todos mis deseos y su desaparición actuó como campana de despertador. Así, de repente, mi ratito de trance se esfumó en el silencio de una noche abengalada. Decidí acostarme.

* Profesor