Hace muy poco, los intelectuales orgánicos del independentismo catalán manejaban la fórmula escocesa del Partido Nacionalista Escocés (SNP) como adecuada para unir fuerzas en Cataluña. En el 2011, Alex Salmond, al frente de su formación, barrió a laboristas y conservadores y obtuvo 69 de los 129 escaños del Parlamento de Holyrood, lo que le permitió negociar y lograr el referéndum de independencia de Escocia en septiembre del 2014, que perdió al rechazar la segregación el 55,4% del electorado. Salmond dimitió tanto de la presidencia del Gobierno escocés como de la del partido y cedió los trastos a una pragmática Nicola Sturgeon que ha aplazado sine die la reclamación de una nueva consulta.

Nadie se atrevería ahora a sugerir que en Cataluña fuese posible un Partido Nacionalista Catalán que aunase a las divididas y desconcertadas fuerzas independentistas, ni ninguno de sus dirigentes se atrevería a pedir a Carles Puigdemont que hiciese como Salmond: irse y dejar a otro líder la tarea de rescatar al país del fracaso de sus políticas y normalizar la convivencia en Cataluña y de esta con el resto de España, al tiempo que levantaría las medidas gubernamentales vigentes al amparo del 155.

Muy al contrario: el bloque independentista --si es que realmente fue bloque en algún momento-- está resquebrajado y desunido y se comporta como el ejército de Pancho Villa, sin táctica y sin estrategia. El enfrentamiento entre JxCat y ERC ha llegado a tal grado que ya vuelve a incurrir en el ridículo. Las posiciones no son conciliables porque tanto los medios como los fines son distintos en ambas formaciones. Ni siquiera les une la ensoñación de la república catalana que muchos de sus gestores se han precipitado a definir como un mero e inocuo simbolismo ante el juez Llarena. La pedagogía judicial ha hecho estragos en el separatismo catalán. Las consecuencias penales resultan, precisamente, un factor desactivador de la épica segregacionista que se ha formulado en las calles con un fervor que no ha asomado en las declaraciones judiciales.

Porque a la desunión de los independentistas se suma la erosión de su reputación en su condición de tales. Causa vergüenza ajena que Santiago Vidal se desdijera por completo de sus fanfarronadas y una inmensa pena que el otrora reputado Carles Viver Pi-Sunyer, arquitecto jurídico de la desconexión frustrada, eludiese sus responsabilidades protagónicas en el Juzgado 13 de Barcelona. Tampoco es precisamente confortador que Puigdemont se haya convertido en el muy tradicional carnaval de la Alost (Bélgica) en la figura central del entretenimiento del desfile. Como para que algunos se quejen de las chirigotas de Cádiz.

Como bien escribió Agustí Calvet, Gaziel, tras los hechos del 6 de octubre de 1934, «todo se ha perdido, incluso el honor». Remedando la literalidad de su artículo ( 21 de diciembre de 1934), con esas palabras se pondría fin al desastroso final del ensayo independentista, que se ha cargado la autonomía --como entonces-- mientras unos y otros andan buscando dónde y cuándo estuvo el error sin reconocer que fueron ellos los que lo perpetraron y con el que contrajeron, seguramente, graves responsabilidades penales. Hay que salvar de esta debacle ética del independentismo algunas actitudes que, como la de Oriol Junqueras, manifiestan una coherencia a prueba de retractaciones pese al tiempo en prisión provisional. Otros y otras, han contorsionado sus propias conductas, bien recientes, para echar agua al vino y convertir en una mera representación, casi festiva, los dramáticos días de octubre de 2017 que ya han pasado a la historia.

La tozudez de un hombre impune como Puigdemont, instalado en Bruselas, lejos de Estremera, está en el núcleo de una sugestión caudillista y estéril apoyada por bonzos que, sin embargo, se cuidan de inmolarse, evitando cualquier compromiso que no sea el de la perseverancia en la inutilidad de sostener la inventada legitimidad de un prófugo supeditando Cataluña --ahí están los números, las inversiones, las empresas, la parálisis del país-- a la fantasía de los atributos taumatúrgicos de su liderazgo.

Si no hay unión, si se pierde reputación, si esa clase política sediciosa se antepone a los intereses de Cataluña, el Gobierno debiera --por tambaleante que esté-- cumplir con los ciudadanos catalanes y tomar las decisiones necesarias para el progreso que le niegan los grandes patriotas de Waterloo. Unos patriotas que, como escribe Joan Coscubiela, integran un insólito «sóviet carlista» (Empantanados. Editorial Península). Léanle.

* Periodista