El pasado verano andaban mis nietos con sus músicas en la piscina a todo volumen con solo sus móviles y unos altavoces no mayores que piñas, y yo quise saciar mi curiosidad y hacer una prueba. ¿Y puedo oír lo que yo quiera?

--Pide por esa boca.

Quise hacer una cala de música ligera y otra de clásica. Pedí A mi manera, la canción de Paul Anka popularizada por Sinatra, y el Concierto en re de Cesar Franck, dos de mis más evidentes preferencias, y fui inmediatamente satisfecho. Sí, ya no podía yo retrasar más mi ingreso en el Spotify, el sistema para disponer de todas las músicas por unos diez euros al mes del que siempre me predicó con el mayor entusiasmo Paco Solano.

Y al fin, recientemente y con mucha facilidad, me lo dejó instalado Federico Abad, que sabe tanto de música y de misteriosas conexiones como de poesía. Y todo conectando al equipo de música de mi dormitorio una pieza no mayor que el botón de un abrigo masculino de los de siempre.

Me remonto a mi niñez, a mis primeros goces con la música y me recuerdo seleccionando cuidadosamente la aguja, si no era de estreno, de la preciosa gramola de mis padres La Voz de su Amo, a la que había que dar fuerza de giro con una manivela. Se grabaron en mi mente de párvulo El capricho español de Rimsky Korsacov, la quinta de Beethoven y otras composiciones que convivían en sus álbumes con muchas zarzuelas cantadas por el famoso pozoalbense Marcos Redondo. Yo desafinaba a voz en grito, de cabo a rabo, algunas. Era el terror de la ducha.

Cercanos a estos había apilados muchos discos de vinilo y de pizarra de Pepe Marchena y otros flamencos.

Recuerdo que el primer disco que compré con mi economía juvenil fue un vinilo grande con la sexta polonesa de Chopin, la Heroica, creo que en la mayor.

Ya en los comienzos de mi madurez se pasa de las 78 revoluciones por minuto a la 33 y al microsurco. Los tocadiscos se expanden por los dormitorios de los jóvenes y por las salas de guateques. Los magnetófonos de hilo y de cintas en los hogares familiares y en los espacios profesionales; en las emisoras. Con estos medios Alfredo Asensi ha hecho a salto de mata muy buenas biografías.

¿Y qué decir de las casetes? Cuántos gozos y cuántas zozobras. Cuando las cintitas empezaban a perder su disciplina plana podían arrugarse y atrancarse y volvernos locos. Tomábamos un lápiz como eje y a enrollar enderezando, con mucha paciencia.

Casi hemos olvidado el cartucho de ocho pistas, que llegó a nuestro coche y pasó a nuestra casa, en la que mal vivió. Hacia 1982 desapareció.

El CD y el DVD han reinado hasta hoy mismo y tienen asegurada su supervivencia por la posibilidad de su reproducción en el televisor, que tiene unos altavoces más que decentes.

Por lo menos, eso me digo yo contemplando las columnas, rellenadas con tiempo y esfuerzo, que no me gustaría desechar.

De otra parte me digo que si desaparecen, en qué medio van a editar sus creaciones artistas como mi amigo el trombonista Rafael Martinez Guillén. Como intérprete podría defenderse en Facebook como Cristina Llorens, pero este medio que tenemos a la mano y que utilizamos es más para un actuación que para una creación.

Pero volvamos a mi nuevo Spotify. Lo asombroso es que aun cuando lo he utilizado aún poco, cuando se acaba mi pieza seleccionada sigue en modo aleatorio con música de mi gusto, cuando por las piñas de mis nietas sé que es capaz de reproducir los ruidos más espeluznantes.

* Escritor. Académico numerario de la Real de Córdoba