En el 2005, unos empleados del Ayuntamiento de Cornellà encontraron un millón de cartas abandonadas. La humedad y los bichos habían corroído algunas, otras aún eran legibles. Nadie quería semejante cantidad de papelotes, hasta que la valiente archivera Mari Luz Retuerta, del Archivo Comarcal del Baix Llobregat, se hizo cargo. Eran cartas a Elena Francis, el consultorio radiofónico que estuvo en antena desde finales de 1950 hasta principios de 1984, algo más de 33 años. Del millón, Retuerta logró salvar 100.000. De esas, 10.000 se digitalizaron. Armand Balsebre y Rosario Fontova accedieron a ellas y seleccionaron 4.300, con las que han elaborado un libro llamado precisamente Las cartas de Elena Francis Una educación sentimental bajo el franquismo.

Es verdad es que no todas las mujeres ni todos los hombres en España respondían al patrón de oyente de Elena Francis, pero un millón de cartas son muchas. Un millón de cartas en 33 años significa que miles de mujeres escuchaban los consejos a diario y cientos escribían confiando a Elena Francis sus preocupaciones, sus deseos, sus intereses, sus conflictos. Afortunadamente, los consejos de Elena Francis resultaban también en su época, como hoy, risibles para muchos, o, como poco, cursis, pero no para todos. La investigación de Balsebre y Fontova indica que la doctrina reaccionaria que impartía nacía directamente del corazón del régimen franquista en una maniobra tan calculada como consciente.

Como todos sabemos, Elena Francis nunca existió. Era un nombre utilizado para promocionar una marca de cosméticos y unos salones de belleza en Barcelona. El programa, que primero se emitía solo para Cataluña, pronto tuvo tanto éxito que se expandió a todo el país. Tras la voz de Elena Francis estuvieron distintos guionistas, mujeres y hombres, pero la fundamental fue su creadora, Ángela Castells. Casada con un médico al que la FAI fusiló en la guerra civil dejándola viuda con una niña pequeña, se hizo quintacolumnista y falangista. Desde ese compromiso político sentó las bases ideológicas del programa según los principios de la Sección Femenina. Su adhesión al régimen era tan intensa que, una vez encauzado el programa, dejó la radio para dedicarse por entero a un hogar de acogida de mujeres y niñas caídas, es decir, víctimas de violaciones, abusos o relaciones indecentes.

Castells fue además miembro del siniestro Patronato de Protección de la Mujer, una institución en la que cientos de mujeres y adolescentes vivían en régimen de internado no muy distinto del de un penal, hasta que las autoridades franquistas consideraban que habían enderezado su conducta.

Una parte de las consultas eran sobre belleza. El resto, mujeres con vidas duras, mayoritariamente de clase obrera, escribían en busca de apoyo. Siempre con eufemismos, sin pronunciar jamás palabras como abuso o violación, confiaban a Elena Francis lo que no podían contar a nadie. Si eran solteras, cabía la posibilidad de que la respuesta fuera sensata, pero si eran casadas, Francis no dejaba ni un resquicio a la esperanza. Fuera el marido adúltero, alcohólico, violento o simplemente desapegado, la respuesta era la misma: la mujer se debe al matrimonio, aguanta, querida amiga, y ofrécele tu sacrificio al Señor.

Cuando hoy nos enfrentamos a situaciones tan terribles como las sentencias judiciales que minimizan delitos contra las mujeres, los feminicidios, el maltrato, el acoso o la discriminación en cualquiera de sus formas, no debemos perder de vista cómo y dónde nacieron las ideas sobre las que se sustentan. Es útil saber que, apenas una generación atrás, esa moral gozaba del prestigio y la aquiescencia de todos los estamentos oficiales y jurídicos. Aunque, afortunadamente, hubiera hombres y mujeres que ni creían ni defendían ni practicaban esa moral y esa educación, eran los menos y no podían decirlo muy alto. Como sociedad, tristemente somos hijos y nietos de las ideas promocionadas por Elena Francis.

Alguna cosa buena extraían las oyentes también, o el programa no hubiera tenido un éxito tan prolongado. Era la sensación de complicidad, de sororidad, de no estar sola, que las movía a ser fieles tarde tras tarde mientras cosían, planchaban o tejían antes de preparar la cena. Bien escrito, profundo y revelador, el libro de Balsebre y Fontova nos acerca a ese universo femenino, con lo que las cartas, de algún modo, llegan a nuevos destinatarios legitimando esa experiencia femenina privada y callada.

Lo que yo me pregunto es cuántos de esos mandatos e introyectos sobreviven de manera consciente o inconsciente en nuestra cultura hoy: en las mujeres, haciéndonos aceptar como normal lo inaceptable y callar; en los hombres, haciéndoles pensar que las mujeres y sus cuerpos deben estar a su disposición de un modo u otro, como si todavía viviésemos en la época de Elena Francis.

* Escritora y guionista