La culpa de los rebrotes no se la endilguen al doctor Simón y a su equipo de expertos inexistentes: la tiene nuestro proverbial optimismo sureño. Nos tenemos por inmunes y pensamos, irresponsablemente, que a nosotros no nos va a pasar nada, que después de siglos mordisqueándonos unos a otros la yugular estamos vacunados de espanto. Además, somos gente de tacto, en el sentido de que nos encanta tocarnos. Los españoles somos muy sobones, así que lo de saludar con los codos haciendo contorsionismo y tirar besitos al aire como un torero en vuelta al ruedo es cuestión profiláctica que se olvida en cuanto llega el verano, nos echamos a la calle y nos cruzamos con los que regresan al terruño a pasar las vacaciones y a los que hace años que no vemos el pelo, porque hasta el pasado año se iban de crucero o volaban a Ibiza o a la Costa Brava a tostarse. Mucho ha de costar a los Reyes embarcarse en periplo autonómico y no poder acercarse a sus súbditos, ellos que son saludadores profesionales. El saludo es un punto de encuentro, la expresión más afectiva del contacto interpersonal. Donde esté un abrazo amigable, un apretón de manos y un par de besos sonoros en las mejillas que se quiten los engorros pejigueras de estos tiempos penosos. Que es cierto que hay que prevenir para evitar la cura, pero a un país poco disciplinado solo lo meten en vereda el pánico o el garrote. Nos tuvieron encerrados y en cuarentena por decreto ley durante tres insoportables meses, con más miedo que vergüenza, y cuando nos abrieron la puerta del toril salimos en estampida. Este año horroroso no hubo sanfermines, pero fue clausurar el estado de alarma y España pareció de inmediato la calle Estafeta en mañana de encierro. Somos diferentes, somos así. Y así nos va.