En serio: ¿somos un sueño de Puigdemont? Hace ya meses que siento como si las leyes de la física hubieran dejado de gobernar el mundo. En un descuido del Supremo Relojero, fuerzas extrañas parecen haber dado un golpe de mano: ordenanzas no publicadas (o difundidas mediante bandos de difícil acceso) han reemplazado las antiguas certezas por incógnitas irresolubles. Las distancias fluctúan y a veces se disuelven, de modo que Waterloo parece en ocasiones una prolongación del Ensanche, mientras en otras se confunde con Disneyland. El tiempo también renquea, o se detiene, o se acelera: todo con una cadencia típicamente bergsoniana que hace que los relojes se nos pongan blandos e inservibles como en un cuadro de Dalí. Cuando uno piensa que no le alcanzará la vida entera para llegar a esa parada de taxi, aparece de pronto en Copenhague.

¿Y qué decir de esas otras leyes de las que se alimentan los boletines oficiales? También ellas han mutado. Por lo pronto, veo que quienes debían aplicarlas no solo no lo hacen, sino que --tahúres mañosos-- sacan de sus mangas normas que las contradicen. Jueces astutos transfigurados en senadores admiten con un trozo de sonrisa que las partidas presupuestarias destinadas a ciertas actuaciones ilegales han sido debidamente camufladas. Brotan repúblicas que existen tan solo porque cierto número de personas acuerdan afirmar que existen. Ciudadanos reclamados por la justicia se instalan en otros países y anuncian alegremente que se encuentran en el exilio. Presos que se creen mártires rezan en sus celdas como si, debido a sus creencias, estuvieran a punto de ser lanzados a los leones. Políticos corruptos intentan eludir la cárcel ayudando a construir otro Estado en el que ellos nunca irán a la cárcel. Veo policías que son tildados de verdugos, alborotadores transfigurados en héroes, idiotas que se consideran sabios. Uno mismo no está ya seguro de ser un rancio imperialista español, o incluso alguna cosa todavía más mala.

¿Me estaré volviendo loco? No lo descarto. Pero estaríamos ante un caso de insania colectiva, pues son muchos los que me dicen que perciben a su alrededor algo semejante. Es como si la realidad hubiese adquirido la textura de un sueño. Pero no de un sueño propio en el que, aunque uno se sienta incapaz de dominar los acontecimientos, reconoce al menos en ellos un cierto aire de familia. Se trata, más bien, de un sueño ajeno: la gramática que lo rige no es un vuelco de nuestro modo habitual de ir por la vida, sino el cambio de unas reglas que ni siquiera conocíamos previamente. Caminamos por un mundo en verdad inverosímil, desprovisto de cualquier atisbo de legalidad reconocible: el paraíso de un dadá. Es como si acabáramos de salir de una nave intergaláctica y nos topáramos con algo parecido a una langosta, pero que se hace selfis, o contrata a extraños guardaespaldas cuyas nóminas nadie sabe quién paga, o se autoproclama cualquier cosa importante mientras sonríe (creemos, al menos, que eso es una sonrisa).

Hubo un tiempo en el que un cólico podía derivar en una guerra. Cuando Luis XIV proclamaba vanidoso que el Estado era él, quería decir que no percibía gran diferencia entre su hígado y alguna de sus provincias, entre sus humores internos y sus cambiantes relaciones con los Países Bajos. En los regímenes totalitarios del siglo XX --herederos en muchos aspectos de las monarquías absolutas del XVII-- también un pe-queño trauma en la infancia de alguno de sus conductores podía concluir en una masacre. Cuando se revolvían agitados en sus colchones después de una cena copiosa, algunas sentencias de muerte iniciaban imperceptiblemente su camino en dirección a quienes, ajenos a todo, dormían plácidamente en ese momento a orillas del Nevá.

Hay quien sueña hoy que él mismo es un país. Por ese sueño rodamos desde hace tiempo. Por fortuna, tal soñador carece de poder para convertir en decretos sus secreciones. Pese a ello, y a fuerza de recorrer semana tras semana tan onírico escenario, hemos acabado por familiarizarnos con su atrezo. No es que le veamos sentido a la opereta, pero comenzamos a distinguir entre líneas una trama que lleva al soñador desde el jardín de un palacio en alquiler hacia la Casa dels Canonges. O, al menos, que lo intenta. Pues lo cierto es que el protagonista desea llegar allí, pero no puede: sus piernas no le obedecen; los mayordomos conspiran por los rincones; desertan sus fieles; en su celda, un mártir implora a Dios para que ni siquiera permita al soñador levantarse de la cama y ponerse los calcetines.

Para colmo, mientras este artículo estaba ya en prensa, sueña el soñador que alguien lo detiene en una gasolinera alemana. Es tal la agitación que experimenta que parece por fin a punto de despertarse. ¿Qué será de nosotros ahora? ¿Volveremos a nuestro viejo mundo de antes o seremos capturados por el sueño de algún otro? ¿Soñaremos alguna vez de nuevo nuestros propios sueños?

* Escritor