Jorge Luis Borges comienza así uno de sus poemas: «Solo una cosa no hay. Es el olvido». Lo comparto porque de manera cotidiana experimento esa presencia del pasado, no solo por motivos de índole profesional, también en lo personal. En días ajetreados y bulliciosos como los de la semana pasada en casi todos los pueblos andaluces, suelo buscar un momento para identificarme con el silencio, y para eso nada mejor que adentrarse en cualquiera de los caminos que rodean mi pueblo y conducen por las montañas de la Subbética, donde hasta los ruidos que acompañan a los trabajos de los miles de olivos que nos rodean parecen formar parte de esa realidad silenciosa. Pero siempre se puede buscar algún rincón, poco conocido, donde solo se escuchan los pájaros que anuncian la primavera y, sobre todo, el rumor del agua, tan abundante gracias a las generosas lluvias de los últimos días.

Hacia uno de esos lugares, donde guardo recuerdos, me dirigí el pasado martes. No está lejos del pueblo, pero hoy apenas es visitado, aunque hace años fue una zona frecuentada en meriendas y juegos infantiles. Suelo acudir al menos una vez al año, si bien hubo un tiempo en el que mi visita era casi semanal, y al caminar el otro día recordaba bastantes de los paseos compartidos con algunos perros, como aquel husky de ojos azules, idénticos a los de su madre, al cual le proporcioné la alegría de pasear por allí mientras la nieve caía a nuestro alrededor, y cómo no, recordé a dos hembras de razas diferentes, una era un bello ejemplar de Terranova al que llevé más de una vez a bañarse en las pilas naturales que el agua ha excavado sobre la caliza subbética y la otra una mastina napolitana que caminaba siempre un paso detrás de mí, con su hocico casi pegado a mis talones y que a pesar de su tamaño superaba cualquier cuesta que se nos pusiera delante. Cada uno de aquellos ejemplares tiene un punto de recuerdo material en ese lugar porque, como me dijo un amigo hace tiempo, para quienes no somos creyentes lo más parecido a tener un alma es pasear acompañado por un perro. En mi caminar me detuve en un punto en el que el agua cae en cascada, y una vez más disfruté de un instante de soledad, de aislamiento, similar al que tantas veces me ha permitido reflexionar sobre cuestiones muy diversas. El otro día, por ejemplo, se me ocurrió pensar que quizás muchos problemas políticos se resolverían si los afectados caminaran juntos y de vez en cuando, en lugares como aquel en el que yo estaba, se pararan a dialogar al tiempo que tomaban conciencia de que uno de los principios fundamentales de su actuación debería ser conservar esa naturaleza que tenemos tan cerca y que a menudo menospreciamos.

Pero antes de llegar al arroyo, suelo detenerme en un punto en el que se divisa todo mi pueblo, a una distancia lo bastante cercana como para poder seguir su trazado urbano. Cada día que subo hasta allí me siento sobre una roca, miro como don Fermín desde el campanario de la catedral de Vetusta, y me doy cuenta de que poseo dos itinerarios diferentes. Uno me conduce a través de la historia y me permite reconstruir el crecimiento de la población, los lugares simbólicos, las instituciones que han configurado su pasado, algunos edificios no puedo identificar desde allí, pero sí consigo situarlos a la perfección. En ese recorrido está nuestra memoria colectiva como pueblo, y pienso en la necesidad, más bien en la obligación, de recuperar una parte de ella. El otro itinerario es individual, son momentos de mi vida, situaciones que me gustaría no haber vivido y otras, tanto lejanas como muy próximas, que es un placer recordar. Y cómo no, en ese momento de nuevo aparecen las palabras de Borges: «Somos nuestra memoria,/ somos ese quimérico museo de formas inconstantes,/ ese montón de espejos rotos».

* Historiador