Cuando una parte intenta apropiarse del todo, el conjunto se resiente. Durante nuestra guerra civil, la actual bandera española --la bandera roja y amarilla, sobre la que desde el 2 de febrero de 1938 posó sus garras un heráldico aguilucho-- fue enarbolada por una parte de la población contra el resto. Cuando sus bayonetas atravesaban las trincheras, flameaba con ellos la bandera. Con esa tela simbolizaban una determinada visión de España, tan exclusiva que aquellos que no la compartían eran arrojados a ese «basurero de la historia» que era la «anti-España». Acabada la guerra, la bandera cubrió a todos: a quienes habían luchado por ella y a quienes la habían combatido. Como una gigantesca mortaja rojigualda, se ciñó sobre los hogares de estos últimos, asfixiando sus recuerdos y amordazando sus conversaciones.

Desde la restauración de la democracia, quienes nunca sintieron como propia esa bandera --de la que el aguilucho no levantó el vuelo hasta 1981-- se esforzaron por reconciliarse con sus colores. Recordemos las palabras de Carrillo de abril de 1977: «...la bandera [del Estado] no puede ser monopolio de ninguna fracción política, y no podíamos abandonarla a los que quieren impedir el paso pacífico a la democracia». En un trueque no exento de tensiones, quienes perdieron la guerra (así como sus descendientes) cambiaron bandera por democracia. Les pareció que, en aquel momento histórico, valía la pena pagar ese peaje. Pero en el nivel más hondo de los sentimientos (allí donde el cálculo utilitarista apenas funciona), la asunción de esa bandera no fue tarea fácil. Tratar de convencerte de que la bandera del enemigo es tu bandera (por mor de la concordia) exige dosis de buen sentido que no siempre pueden mantenerse. Sin embargo, durante años se ha avanzado en esa dirección todo lo que se ha podido, y no sólo en los estadios de fútbol.

Últimamente un sector de la población --que se denomina a sí mismo «la España de los balcones», porque sobre ellos cuelgan estas banderas-- ha vuelto a monopolizar un símbolo (confirmando así los temores de Carrillo) que debería ser de todos. También ellos, como sus abuelos, comparten una determinada visión de España fuertemente exclusiva (tanto como la que, en simétrica oposición, determinados catalanes tienen de su tierra). Quienes no comulgan con ella son considerados, igual que en los años 30, traidores o felones; en cualquier caso, representantes -¡otra vez!- de la anti-España. Parece como si sobre esa bandera tan ultrajada cerniera de nuevo sus alas la sombra del aguilucho.

* Escritor