El gato se coloca encima del pecho del chico, no le permite teclear bien y provoca que pulse sin darse cuenta el botón de la video llamada. Ella se sorprende, le entra pánico, toca el botón rojo rápidamente, sin pensar, es un acto instintivo, piensa en lo que lleva puesto, en lo que no, en su pelo recién cortado, tan fino, en la pared, en que hace días que necesita limpiar la casa, en sus lunares, con gafas o sin gafas. Él maldice al gato, suspira, se alivia, se avergüenza de la camiseta de tirantes tan ridícula que lleva, regalo de una carrera popular, de los calzoncillos de cuadros, de los rizos más deshechos que nunca, hasta de la poca luz que hay en su salón. Los restos de la cena. Se pregunta qué hubiera pasado de haber aceptado la llamada.

No te lo pienso coger. Tras el susto, los dos vuelven a bajar pulsaciones, regresan a la película. Él le asegura que llamó sin querer. Ella no se lo cree. Pueden pasarse horas al teléfono, la escucha ya la dominan, pero aún no están preparados para verse. La imagen los desnudaría del todo, no podrían seguir la conversación, nerviosos por la postura, no conseguirían relajarse, como hacen ahora, sin distracciones, solo la voz, concentrados en cada sílaba. Pueden saber cómo están solo por el tono. Si ha habido drama o alegría. Se ríen de sus acentos, de cómo terminan las palabras. Se tumban en la cama o en el sofá, o sentados en el balcón, con el teléfono al oído, manos libres, como si estuvieran susurrándose, se mueven con libertad, aplacan los nervios tocándose la cabeza, dándole patadas a las sábanas. Se sienten ellos mismos, naturales, sin forzar.

Por eso han decidido que seguirá siendo así, que no habrá video llamadas, que se terminarán de descubrir el día que ella esté bajando las escaleras del autobús.