Este año el premio al mejor edificio europeo apenas ha salido en la prensa. Porque es francamente feo, no tiene buenas fotos. Y ni siquiera es nuevo, se trata de la rehabilitación de un bloque lineal de 500 apartamentos en Ámsterdam. Estilo suburbio de los años 60 en hormigón gris. Un bloque tan anodino como los de la Mina pero más largo, de casi medio kilómetro y 11 plantas. Y para acabar de adobarlo no era de Foster, ni de Nouvel o Hadid ni de nadie conocido. Corresponde a dos ignotos estudios holandeses. Aun así, ha ganado porque su concepto es más potente que su forma y ha evitado su inminente demolición.

No estamos en épocas de tirar nada, tampoco edificios. Se les ocurrió que aprovechando la carcasa se podría experimentar una nueva tipología para el siglo XXI. Los inquilinos participaron modelando su hábitat, eligiendo su distribución. Los arquitectos pusieron la técnica y creatividad al servicio del usuario y no de su ego. Un trabajo duro para según quien. Y también decidieron convertir la planta baja, a pie de calle, en un espacio relacional para dar dinamismo al barrio. Todo por 1.200 euros el metro cuadrado, algo realmente insólito. Según el jurado, un ejercicio «heroico y ordinario al mismo tiempo». Ciertamente, ¿por qué debe ser todo extraordinario?

No creo que este edificio sea mejor ni peor --más feo sí-- que otros tantos que han ido desfilando por los premios Mies, que por cierto se dan en Barcelona desde su creación en 1988. Pero sí que es un excelente testimonio de los tiempos que corren: escasez de vivienda social, encorsetamiento con plantas obsoletas, sistemas constructivos rígidos. Es un oportuno toque de atención a la política de vivienda social, que por fin parece agitarse tras décadas de abandono.

Respecto a la fealdad, ya dijo Gautier que todo lo útil debía ser necesariamente feo, solo puede ser bello lo que no sirve para nada. Rodin opinaba lo contrario, no hay nada feo en el arte sino aquello que no tiene carácter, lo que no ofrece ninguna verdad.

* Arquitecto