Mi perrita estaba en el rincón más triste de su compartimento en la perrera, junto al largo frío de tantos otros perros. La adopté por alguno de esos misterios que tejen la ternura. Nos miramos y nos amamos, porque ambos supimos que veníamos buscándonos desde la eternidad. Al fin habíamos hallado el descanso para nuestras soledades. La adopté porque ella me había adoptado a mí quizás antes de haberla visto entre tantos abandonos, quizás por la oscuridad de su vacío, porque sus ojos eran mi tristeza. No quise saberlo; la compasión y el amor son los dos dulces regalos con los que nuestro Padre cura el gran abismo de la soledad. Al detenerme frente a ella, quise abarcar en mi corazón todas las almas maltratadas por el egoísmo. Abrí la portezuela de la jaula y la perrita, encogida más allá de lo que salía de su temblor, me ladraba, pero el sufrimiento que debieron provocarle era tan humano, que los ladridos le salían gritos, gritos de lágrimas que no podían formarse por lo mucho que dolían; era un llanto destrozado tras el miedo más profundo que jamás he conocido ni creo que nunca vuelva a conocer. Me acerqué con lo único que podía darle de mí mismo: mi mano, tan necesitada de su amor como la perrita del mío. Empecé a acariciarla, y debía de ser tan largo su tiempo de maltrato, que chillaba porque ya hasta una caricia le hacía daño. Asustada de mi ternura, oí que me decía: «¡Por favor, por favor, no me acaricies si luego me vas a abandonar! Mejor déjame morir». Yo le repetía: «Nunca voy a abandonarte, porque te necesito para poder amar». La perrita puso su rostro entre mis piernas, y lloraba, lloraba, lloraba, rogándome sin descanso: «¡Por favor, por favor, no me hables de amor para calmar tu culpa cuando me vayas a olvidar!». Y lloraba, lloraba... La cogí en brazos. Mi perrita temblaba de debilidad. Apoyó su hocico sobre mi hombro, aferrada a mi pecho como si también tuviese manos. Visitamos al veterinario. Nuestra compartida soledad nos desenterró hacia la vida. Yo sentía en mi corazón latir su corazón, y ambos pudimos descansar por fin en la alegría, porque podíamos amar y ser amados. No creo que encuentre un nombre para mi perrita. No importa; basta con mirarnos para permanecer uno en el otro. El lenguaje de la vida no tiene palabras, solo amor.