La escala de soledades es muy larga y sus cualidades, positivas y negativas casi infinitas. La soledad de un preso o de un enfermo abandonado es muy penosa; la de un artista o escritor en su estudio o en su rincón favorito, sobre todo cuando está creando, es una bendición. La celda de un monje puede ser, según crea o no, una maravilla para la tranquilidad personal o un penoso encierro, al que solo falta la bola pesada y negra de la prisión atada al pie para un abatimiento completo.

Hay soledades voluntarias y soledades obligadas. Entre las primeras las del pensador y la del artista y entre las segundas, las del confinamiento por la pandemia.

Y en ambas soledades las hay individuales y plurales, sean de una pareja, o de un grupo.

Y ahí te quiero ver. Este confinamiento ha penado con hacinamiento a muchos desventurados. Todos hemos imaginado con piedad airada y condolencia el hacinamiento en pisos de reducidas dimensiones de familias numerosas con todos los miembros de la familia al completo, abuelos, padres, hijos, nietos... ¿Qué hacer cuando no se puede resolver el barullo mandando a los niños que se pelean y gritan a la calle?

El confinamiento por la pandemia es una medida de seguridad, probablemente la mejor, y al mismo tiempo una pena muy seria, probablemente la peor.

Y en esta triste situación, ¡la imaginación a volar! Se nos pueden ocurrir las más raras extravagancias: como la de salir al balcón a las ocho de la tarde a aplaudir, no sabemos exactamente a quien ni por qué.

Y si como dijo Nietzsche la vida sin música es un absurdo, más lógico que en ninguna otra ocasión en este confinamiento que nos aburre ha de estar constantemente presente la música, la buena música, porque la mala más que una buena compañía es un tabardillo. Claro que los criterios sobre lo que es buena música y lo que es mala son tan variados como personas, o al menos grupos homogéneos de personas.

Normalmente la persona que rehúye la soledad es poco amigo de sí mismo, tiene poca costumbre de meditar. Hay personas que si no están sumergidas en un barullo, normalmente de gentes que hablan a voces, no se hallan. Para ellos el silencio es cosa de frailes y de personas ensimismadas, que deben ser evitadas.

Es inevitable recordar la célebre anécdota cordobesa. En una taberna clásica dos senequistas dan cuenta de sendos medios de vino.

Uno dice:

--¡Qué bien se está hablando poco!

Y el otro replica:

--Mejor se está callao.

En el cuartel cuando la corneta toca silencio, todo está mejor; desaparecen las voces de los sargentos.

Muchas veces en la vida civil, inmersos en una situación ingrata, quisiéramos tener una trompeta y poder tocar también silencio.

* Escritor, académico, abogado