Aquella noche, alentado por unos amigos, bajé a las vías de la estación de Pizarra, linterna en mano, porque me pareció ver un bulto sospechoso que podría ser la niña Lucía. Tres escalones altos, sueltos, me condujeron a un lugar oscuro y difícil, en el que apenas caminé siete u ocho metros de ida y vuelta. La zona, peinada a fondo desde una media hora antes, cuando se anunciase la fatal desaparición, era un hervidero de vecinos luchando contra reloj, con desastrosos presentimientos en la cabeza. Yo abandoné la búsqueda pocos minutos después. Me fui convencido de que la encontrarían o no. Me parecía demasiado fácil o difícil. Lo que menos esperaba era escuchar, a la mañana siguiente y de rebote, en la terraza de una cafetería, la palabra «muerta». Me costó unos minutos encajarlo.

De primeras acepté la versión oficial. Ahora, cuanto más lo pienso, más ridícula me parece. Sin sentido desde la base: decir que la niña se fue a caminar sola. Es como asegurar que un niño, caído por accidente en la orilla de un río, se internara más y más hacia la corriente, buscando ¿qué? Solo hay que conducir de noche, paralelo a las vías del trayecto Pizarra-Álora, para comprender y a-cep-tar la locura que supone decir que la niña caminó por ahí abajo, sola, ignorando las luces del polígono cercano, el restaurante, los coches. Porque sí, directa a la nada. Esto lo sabe la gente del pueblo y cualquiera que se informe. Algunos, desde fuera, apuntan en la dirección de la versión oficial, como un enfermo que acepta el diagnóstico, por mucho que su cuerpo le diga otra cosa. Yo, personalmente, no suelo escribir sobre estos temas. Me ha decidido el comunicado de la Unión de Guardias Civiles con su «hacer valoraciones sobre la muerte de la niña es una mezquindad». ¡Je! ¡Pero si ya no se hablaba del tema, amigos! Pues ahora vamos a hablar, hombre.

* Escritor