Esta semana se ha presentado la nueva edición anual del informe Foessa, promovido por Cáritas, sobre la exclusión y el desarrollo social en España. Los datos que recoge este estudio, muy reconocido por su rigor e independencia, nos ponen en alerta sobre la dura situación que padecen más de 8 millones de personas en nuestro país que se encuentran en exclusión social. Personas para quienes «el ascensor de la movilidad social no funciona y no es capaz de subir siquiera a la primera planta». De los cuales, además, más de la mitad sufren la exclusión de forma severa, con desempleo persistente, vivienda inadecuada, precariedad e invisibilidad política; y entre ellos casi 2 millones requieren de una intervención social urgente para mantener un estándar mínimo de dignidad. La conclusión de estos datos es que la exclusión se enquista en España, y en muchos de nuestros barrios. Tras el quebranto de la población por la grave crisis económica, la posterior bonanza no ha servido para mitigar este deterioro y, al contrario, las diferencias se han cronificado y aumentan notablemente.

Tres claves nos aporta el estudio: la pérdida de calidad de nuestra democracia que se vacía de contenidos éticos, se sustituyen vínculos por conexiones y la abstención crece en numerosos barrios periféricos donde los excluidos no votan y quedan sin voz fuera de la agenda política, o bien se radicalizan siendo campo abonado de los populismos. De otro lado el aumento de la desigualdad que ha provocado un encarecimiento de la vivienda, una precarización del trabajo y que expone, por ejemplo, a familias monoparentales o a trabajadores a tiempo parcial. Y en tercer lugar, los cambios derivados de los fenómenos demográficos que se visibilizan sobre todo, en la situación de vulnerabilidad de personas mayores, enfermos crónicos ó familias numerosas.

El coordinador de la investigación, Guillermo Fernández, constata la falta de recursos sociales, que se han ido antes al rescate de los millonarios déficits de las cuentas bancarias. Lo que se mezcla con una cierta fatiga de la compasión en nuestra sociedad, pues disminuye la disposición a pagar los impuestos necesarios para financiar las políticas de bienestar y la sociedad española siente desconfianza ante el sistema fiscal y la clase política encargada de gestionarlo. A lo que añade «vivimos en una sociedad desvinculada, en la que cada vez es más difícil hacernos cargo de los que se quedan atrás y, por ello, necesitamos re--vincularnos, un objetivo en el que la construcción de comunidad tendrá un papel esencial». Desgraciadamente el individualismo imperante, ajeno al maquillaje de las redes sociales, facilita más el veto, del que tanto se habla ahora, que el reto de saber y poder construir consensos que forjen un tejido social capaz de pensar en común los diversos aspectos para que nuestra vida sea realmente social. ¿Qué podemos esperar de una sociedad sin compasión, desvinculada, individualista? ¿qué sería si todos nos ponemos vetos y cordones sanitarios? ¿si levantamos muros a lo diferente y no rescatamos a los caídos en las cunetas de la vida?

* Abogado y mediador