Sly lives. Rocky vive. Stallone vive y levanta cada día 100 kilos en pres de banca y luego se fuma un puro. Así es la vida del cuerpo de los viejos guerreros, que solo se adelgazan de ternura ante el espejo gris de lo que fueron. Sylvester Stallone, sin embargo, ha tenido el acierto de inventarse a sí mismo varias veces: primero en la Cocina del Infierno, cuando se encerró durante tres días para escribir el guion de Rocky y, cuando se lo iban a comprar, no paró hasta que encontró a un productor que lo dejaba protagonizarlo. Luego, después de varios divorcios y contiendas. Más recientemente con la saga de Los mercenarios, en la que se ríe de sí mismo como solo puede hacerlo un hombre que tiene algo más de músculo envolviendo su espíritu. Y, hace un par de días, al volver de entre los muertos, como en la película de Hitchcock, después de que la red lo hubiera enterrado por un cáncer de próstata. La noticia corrió como la pólvora dorada de sus días felices, aliñada con una fotografía que lo muestra decrépito. Luego, mientras medio mundo lamentaba su fallecimiento, se supo que era un fotograma de Creed 2, en la que un Rocky ya anciano pelea contra la enfermedad, que le hace boxeo de sombras desde el interior de sí mismo. Vivimos espejismos duraderos, un estado de sitio frente al orden real, con su carga de gravedad. Una falsedad alcanza vigor propio en cuanto hay alguien dispuesto a compartirla. Es el pudridero de la red, que parece tan infinito como sus posibilidades. Sly morirá como todos moriremos, pero ahora que regresa de la tumba su figura relumbra y se agiganta sobre su propio mito. Además de la escena sonora de la subida al trote de las escaleras tras beber el batido de claras, al leer la noticia he recordado el calzón de Apollo Creed, que luego heredó Rocky, con las barras y estrellas de la bandera estadounidense. He pensado entonces en nuestros jaleos de himnos patrios y en lo lejos que estamos de la verdadera libertad individual.

* Escritor