Cuando era niño, allá por los sesenta, especulábamos con que en el año 2000, entonces paradigma del futuro, dispondríamos de mucho tiempo libre porque los llamados «cerebros electrónicos», las máquinas y los robots harían gran parte de nuestro arduo trabajo. En nuestro candoroso imaginario de ese fascinante porvenir de progreso, y con la paulatina incorporación de tan moderna tecnología a despachos, fábricas y tajos, jamás intuimos ejércitos de parados, sino reducción de la jornada laboral y jubilaciones para disfrutar de la familia y del ocio, mientras se mantenían los salarios. La sociedad, ocupada y feliz, se sentiría realizada. De esta forma tan simple se protege el poder adquisitivo y los empleos, necesarios en su conjunto para una economía pujante. Pero aquel prometedor futuro del año 2000, hace tiempo que sucumbió arrollado por la tenaz realidad existencial que la avidez capitalista forjó a base de triturar la ilusionante esperanza de nuestros sueños adolescentes.