Hay cosas opinables. La vida misma es según la tomemos. Pero otras cuestiones dependen de leyes naturales que no cambian por mucho que legisle un parlamento o el mandatario más descerebrado. Puedes creer o no creer en algunas normas sociales y actuar en consecuencia pero, por ejemplo, cuestionar la ley de la gravedad no es opinable, no está sujeta a bulos ni a teorías conspiratorias: cualquiera que salte por el balcón puede comprobarlo rápido y contundentemente. Y mientras más alta la planta del edificio desde la que se arroje, más eficientemente entenderá lo que digo. Por eso es increíble que en temas científicos, como es la lucha contra el coronavirus, ya me estén cuestionando algunos un elemento clave contra la pandemia como será la vacuna.

Verán: a ninguna persona sensata se le ocurriría llevar su coche para la revisión o su microondas averiado a un cantante conocido para que los repare. Eso se le deja al mecánico o al especialista en electrodomésticos. Sin embargo, se asume con una extrañísima facilidad que algún famosillo dé consejos de salud, alimentación o sanidad que afecta a la máquina más perfecta, compleja y valiosa que tenemos. De hecho, es lo único que poseemos: nuestro cuerpo, que es toda nuestra vida.

Que no digo que quede superdivino de la muerte, enérgico y hasta pijamente sofisticado decir que «yo no me voy a vacunar» cuando llegue el remedio. Que por cierto no será único si recordamos que hay 105 proyectos en curso y que ni todas las vacunas van a ser iguales ni todas serán lo mismo de eficaz. Ese sí que será un problema objetivo a solucionar. Ahora bien, una vez que comience el programa de vacunación casi puede tomarse como algo personal que alguien no se quiera contribuir negándose a recibirla. Tal frivolidad no depende solo del libre albedrío, sino que afecta a la salud de todos.

«No quiero que el virus entre en mi cuerpo», dicen algunos contra la vacuna, que quizá opinen así gracias a que están vivos porque de pequeños les metieron las vacunas de la difteria, el tétanos, la tos ferina, la polio, el haemophilus B, la hepatitis B, el neumococo, el meningococo C, la varicela y el papiloma, según el calendario de vacunación en Andalucía. Y si no… porque les pusieron todas estas vacunas a los de su clase en el colegio y gracias a ello nadie de su entorno le pegó la enfermedad.

O ya rizando el rizo, los que ya oigo que se negarán a ser vacunados por cuestiones religiosas (que no sé qué tiene que ver la estructura proteínica y del lípido que recubre el coronavirus con el Levítico como no sea que todas son palabras esdrújulas), o porque se trata de una operación global ‘supersecreta’ para, como en aquel episodio de ‘Expediente X’ que ya es muy antiguo, tenernos ‘controlados’. ¡Como si no nos pudiera controlar cualquier hacker principiante del mundo a través de todas las páginas en las que nos hemos metido en las últimas décadas! Pueden saber con qué soñamos, cuáles son nuestras compras, qué búsquedas hemos hecho, nuestra ubicación gracias al móvil, nuestros hábitos, las aficiones, en qué portal porno visitamos aquella vez hace siete años, nuestros gastos, quizá manipular las cuentas y hasta la posibilidad de que uno, si se trata de un caballero, cargue el ‘paquete’ a la izquierda o la derecha según el modelo de calzoncillos que ha comprado con la tarjeta. Y encima, lo que no pueden averiguar de nosotros… lo volcamos alegremente en las redes sociales. ¿Para qué inyectarnos un microchip biológico? Nosotros ya somos el microchip.

En fin, que aún con la vacuna todavía habrá que luchar contra mucha imbecilidad, que es el gran aliado de todo virus y lo más peligroso para el ser humano. La estupidez, digo, no el virus.H