Simeone es la fuerza del espíritu. En mitad de la crisis apareció este hombre para decirnos que podíamos ganar. No sólo a los atléticos, sino a cualquier hombre o mujer que tuviera que ponerse la vida por delante para aguantar sus golpes. Se acabaron los neones, que además eran falsos, se acabaron las letras de espuma soñolienta sobre el cielo de Hollywood en la noche de estreno, se acabaron las grandes esperanzas de triunfo a lo largo: ahora se trataba de aguantar y hundir los tacos en el césped, igual que Simeone los clavó una vez sobre el muslo blanquísimo de Julen Guerrero, con punzadas de sangre oscurecida. En los años dorados, Diego Pablo Simeone era una fiera incómoda. Aquel hombre sangriento de la marrullería, aunque gran jugador, era una pesadilla para encarar cualquier sábado noche. Pero este hombre de hoy, que es a la vez entrenador, que aún parece jugador por la energía y casi un hincha más cuando cruza la banda celebrando los goles de su equipo, este hombre que es una creencia, un cielo abierto de tesón y furia, que nos hace nadar con lo imposible, solamente puede caerme bien. La crisis, más allá del dolor, no ha dejado una huella ética: en cuanto se ha diluido su apariencia los precios de los alquileres han vuelto a orbitarse en la locura de antes, en un salvajismo de 35 metros cuadrados al mes por el salario mínimo interprofesional. Y mucha gente sigue machacada. Recuerdo aquellos tacos y el chorro cárdeno en el césped: eso ha sido la crisis. Simeone ya lleva seis títulos -el último, la Europa League-, pero nos propone otra estrategia: no hay salida fácil ni título fiable, salvo el nervio en los dientes del esfuerzo. Hay que apretarlos para poder vivir, levantar las encías de la voluntad. Ponte tu protector, sal al campo y lucha. Esfuérzate más. Es lo que nos dice Simeone. Cada vez que gana el Atlético me alegro no por unos colores, sino por una moral. Esto, en el fondo, era Cela: el que resiste gana. El que resiste vive.

* Escritor