Supongo que muchas personas no soportan el silencio, y sin embargo otras lo valoramos de manera especial. Una de mis primeras lecturas de este verano fue el libro de Alain Corbin Historia del silencio. Del Renacimiento a nuestros días (Acantilado), donde el autor realiza un recorrido por la manera en que aparece el silencio en un conjunto de obras literarias, sobre todo francesas, de acuerdo con un enfoque temático, de modo que habla del silencio en la naturaleza, de cuáles son sus palabras, de sus tácticas, así de cómo está presente en el amor y en el odio. A la vez, recoge referencias históricas sobre la manera en que la sociedad valora el silencio o, dicho de otra forma, es capaz de convivir con el ruido. Una cuestión esta que ha cambiado a lo largo de los dos últimos siglos, porque, según afirma Corbin, desde mediados del siglo XX ha descendido nuestro umbral de tolerancia al ruido. Hoy disponemos en nuestras ciudades de normas que regulan cuándo y dónde hay que respetar el silencio, lo cual no significa que todos lo asuman, como comprobamos al pasear por cualquiera de nuestras calles, con los vehículos a motor preparados para hacer mayor ruido del que traen de fábrica o con esas discotecas ambulantes que nos imponen una determinada música a todos los que paseamos o disfrutamos de una terraza. A todo ello podríamos añadir que las mismas instancias que están llamadas a garantizar el silencio, como disfrute de todos los ciudadanos, no se cortan ni un ápice a la hora de promover fiestas y celebraciones en las cuales el punto fuerte es el ruido, sin importar que se prolongue más allá de la media noche.

La lectura del libro citado me hizo reflexionar acerca de la existencia del silencio en la historia. A veces puede ser consecuencia de un acuerdo colectivo, pero lo grave es cuando ese silencio nace de la imposición. Un caso que acabamos de conocer es el de los miles de españoles asesinados en los campos de exterminio nazis de Mauthausen y Gusen, cuyos nombres, recogidos en el BOE, por fin van a ser incorporados en el Registro Civil Central, pero con ser importante la medida, lo que debe sublevar nuestra conciencia ciudadana es que la mayor parte de ese listado llegó al gobierno franquista en 1950, y desde entonces ha permanecido en silencio, por tanto, lo que se hizo el viernes al publicar los nombres fue un ejemplo de justicia y reparación. Otro caso fue un acontecimiento del que el pasado domingo se cumplieron cuarenta años: el entierro de Niceto Alcalá-Zamora en el cementerio de la Almudena de Madrid, después de que falleciera en su exilio de Buenos Aires en 1949. El acto tuvo lugar en secreto, sin los honores que le correspondían por su condición de jefe de Estado. Ese secretismo fue recogido el 18 de agosto de 1979 en la revista Triunfo, que destacaba su condición de «hombre de honestidad antigua, de ideales permanentes y un símbolo de la república». Junto al artículo, aparecía una columna firmada por Pozuelo (uno de los pseudónimos de Haro Tecglen), quien decía: «Los republicanos supervivientes se indignan. Querían un entierro histórico, uno de los grandes entierros españoles». El diario El País ese mismo día recogía las palabras del hijo de don Niceto a la agencia Efe, donde explicaba que solo pudieron asistir al entierro quince personas de la familia íntima y que ni siquiera se consiguió autorización para que un sacerdote rezara un responso. No obstante, unos meses después el gobierno de UCD rindió todos los honores a los restos repatriados de Alfonso XIII. Pero aquel silencio también ha podido ser superado.

Por último, no puedo dejar de hacer referencia a otro silencio, al que tendrá esta colaboración durante las próximas semanas, con un saludo para cuantos la leen, tanto desde la coincidencia como desde la discrepancia.

* Historiador