La mentira es el peor de los pecados. Sobre todo, cuando se practica con la claridad o conciencia de que es eso, mentira. Un antiguo alumno, viejo alumno como tal porque ya pasa del medio siglo, me hizo llegar un whatsapp. Un largo texto, que él es incapaz de escribir porque lo conozco, en el que se acusa a buena parte de la sociedad española, sin matización, de acosar o perseguir a la Iglesia católica. Y esto, cualquier persona en su sano juicio sabe que no es cierto, que probablemente salga de, más que malas, torpes conciencias que malamente cumplen con la misión que, teóricamente, asumieron al consagrar sus vidas a un particular servicio a los demás. Porque no lo hacen clérigos señalados, lejanos a oropeles y jerarquías, auténticos cumplidores de sus promesas, conscientes de que viven de servir al altar o a sus semejantes por Cristo, sino de aquellos que están convencidos de que la grandeza de la Iglesia es su poder económico o social, incluso político, de la altura y el oro de sus catedrales y no , simple y grandiosamente, de la entrega a cuantas personas la necesiten, como aseguran que hizo Jesús, del que hablan solo lo necesario para que no se transparenten sus personales defectos o sus nulas vocaciones.

En la calle se me acerca un vecino, amigo ya por saludos y comentarios. Está enojado por la actitud de un jerarca de la iglesia local. Me asegura, porque cumple algunos preceptos y va misa, que le causa indignación la actitud evidente del prelado, que pide favorecer a la derecha política. Su revelación me produjo tristeza y hasta miedo. Ahora, en estos tiempos, en que se lucha por borrar vestigios de la Dictadura, en que debemos fomentar una armonización o buena complementación de ideas para la mejor convivencia, viene ¡nada menos que un prelado! a fomentar la distancia y que los juicios o golpes vuelvan a ser dolorosos. Ese poderoso señor, que desde un púlpito fomenta el enfrentamiento hace flaco favor a la Iglesia de Cristo, que pedía la presentación de la otra mejilla sin más argumentos que la humildad y el amor.

Se ha olvidado, y estoy convencido de ello, que el mayor motivo de sangre y encono en nuestro enfrentamiento fraternal de la Guerra Civil fue la postura del clero español, no todo, que se plantó como un soldado más y poderoso junto al golpista Franco. La gente de izquierdas, al parecer, no creía en Dios y menos en la Iglesia que su hijo fundó. Otra mentira consciente. Hubo heroicas excepciones, curas y algún jerarca que dieron sus vidas junto a la verdad.

Mi padre, que brilló en un seminario sus primeros años de estudiante, de misas y comuniones diarias, y que era amigo de curas y prelados; que educó a sus hijos en la religión y que seguía a Franco casi hasta el fin de su propia vida, afirmaba, contundentemente: «Creo, firmemente, en que Jesucristo era Dios y que fundó la Iglesia católica. Y lo creo porque los que la sirven y viven de ella: sacerdotes y jerarcas, no han podido acabar con ella».

Yo no creo ni dejo de creer. Yo no ceso en la búsqueda, si eso sirve para algo y por la cuenta que me trae. Trato de hacer las cosas lo mejor que puedo. Confío en la bondad de los hombres y mujeres. También en la bondad de los que viven de la Iglesia y la sirven en todas las personas, que son un valioso ejemplo e imagen del excepcional fundador. No puedo creer en esa gente irresponsable, ignorante y desesperada, que no confía en la verdad, que se siente perseguida sin motivo real en este país, con el mayor patrimonio imaginable y sin pagar impuestos. ¡Que no mientan y que no nos separen! ¡Por favor!

* Profesor