Hoy se cumplen 71 años de la Carta de San Francisco, el toponímico referente donde las naciones de un mundo aún en estado de shock firmaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Ni en otras épocas de satrapías y de icónicas barbaries, la humanidad había conocido tal devastación bélica. Por ese motivo, las naciones vencedoras de la II Guerra Mundial, con Estados Unidos a la cabeza, debían desplegar la magnanimidad de la catarsis, la recuperación de la dignidad del ser humano literalmente despojada en las fosas de los campos de exterminio.

Nunca como en aquellos días estuvo tan alto el prestigio de la ONU (acaso con excepciones puntuales, como aquel septiembre de 1961, cuando su Secretario General, el sueco Dag HammarskJöld, murió en un accidente aéreo, en una misión de paz en el Congo). La Carta de San Francisco supuso el pistoletazo de la descolonización que el orbe conoció en la segunda mitad del siglo XX. Siete décadas es un tiempo suficiente para que empiecen a hacerse grietas las rendijas de la desmemoria, y aquellos que liban populismo se sientan fuertes y se atrevan a menospreciar a los guardianes de aquellos principios universales. Precisamente el último de sus artículos (el 30) advierte que nada de lo indicado en esta Declaración podrá interpretarse como una vía para suprimir los derechos y libertades contenidos en la misma: una astuta profecía para quienes pretendan emular los caballos de Troya, una realidad palpable a estas alturas de siglo.

La Carta de San Francisco es uno de los vértices de la filantropía, siendo los otros dos del respeto del hombre por sí mismo la Declaración de Filadelfia y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, cuando las calderas de la Revolución Francesa estaban en plena ebullición. Un denominador común de esta trinidad viene reafirmado en el artículo 1 de la Carta de San Francisco: todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Hay muchas maneras de testar este igualitarismo honesto, y no el que trata de enrasar la mediocridad, pero pocas son tan diáfanas como la ilusión. Porque, de alguna manera, la Revolución Francesa no arrancó el 14 de julio de hace 230 años, sino el 19 de septiembre de 1783, cuando en el Palacio de Versalles se elevó a los cielos un globo de tafetán, con un canasto donde iban montadas una oveja, un pato y un gallo. Mirar a los cielos homogeneizaba a los diversos estamentos; y experimentos posteriores de los hermanos Montgolfier agruparon a muchedumbres, sin distinguir en esa observación entre marqueses o curtidores.

Algo similar le ocurre al montaje navideño de la calle que transita nuevamente entre dos nombres que, para entendernos, es la luminaria sucursal de la calle Larios. Volvemos a comprobar que, pese a nuestro cinismo, hay margen para la expectación, y hasta para el pasmo. Greta Thunberg es una revisitación de los pastorcitos de Fátima. Y los cordobeses que se arraciman en torno a Correos no contemplan el progreso en la elevación de unos animales domésticos, sino la simple fascinación de un juego de bombillas. Somos así de sencillamente complejos.

* Abogado