Se quedaría pasmado. Si levantara la cabeza Rafael Botí, aquel pintor del que alguien dijo que en sus lienzos se oía cantar a los pájaros, de tanta paz casi naïf como se respira en ellos, aquel maestro en la armonía del color y del alma no entendería ver su nombre envuelto en un rifirrafe institucional del todo ajeno a él. Y a su hijo, a cuyas buenas artes y generosidad --donó a la Diputación en su día lo más granado de la obra del padre-- se debe en cierta forma el nacimiento hacia finales de los noventa de la Fundación Botí. La misma que ahora se ve envuelta en una polémica --otra más, entre tantas como nos cercan en esta Córdoba de eternas controversias-- que en nada beneficia a la entidad cultural ni a la memoria del artista cordobés.

Y es que nadie parece recordar que los cuadros de Botí, el legado que puso título a un encomiable proyecto en defensa de las artes plásticas cordobesas, duermen olvidados en algún rincón de palacio desde hace lustros --porque el asunto viene de lejos--, en espera de que por fin se acabe la sede de la plaza Judá Leví y puedan ser disfrutados por toda Córdoba, siempre presente en la obra del artista aunque la concibiera en su exilio interior madrileño.

Rafael Botí hijo, cumplidos ya los 80 años y sin descendencia directa, está lógicamente preocupado por el destino de la colección, aunque siempre ha guardado un prudente silencio público. Y dudo mucho que entre ahora al trapo de los reproches lanzados por el Instituto de Arte Contemporáneo y la Unión de Artistas Visuales de Andalucía sobre el "progresivo desmantelamiento" de la fundación o de la respuesta del diputado de Cultura revelando la "gestión defectuosa" de sus predecesores. Por favor, tengamos la fiesta en paz. Y la Fundación Botí su sede cuanto antes.