En su obsesión por el taquillazo, el cine de entretenimiento cumple una máxima soviética. Ocurrió en la ópera de Moscú durante el estalinismo que el público se amotinó contra uno de los tenores más exquisitos tras descubrir su caché elevado. «Camarada, el pueblo sufre y tú deberías cobrar lo mismo que la portera», le espetaron. El divo respondió con indiferencia antes de encerrarse en el camerino: «Bien, que cante la portera».

Detrás de la anécdota, la verdad: el arte, incluso en el estalinismo, es una aristocracia. El artista siempre pertenece a una élite. Si el público no entiende, ha de hacer un esfuerzo. No hay posición más humilde que sentarse en la butaca para mirar o tener un libro abierto en las manos. Pero lo que no logró el comunismo lo han conseguido las redes sociales: un arte masivo para disfrute de las masas. Dicho de otra forma: una vulgaridad descomunal.

Hellboy se estrena en España como Hellboy light, con gore reducido, y a Sonic le van a retocar las nalgas en el quirófano después de que los fans se enfadasen al ver el tráiler. Lo contaba mejor que yo Desirée de Fez, y dejaba sentadas las bases del fenómeno: el fenómeno de la personalización, el menú a la carta, «mi cheeseburger sin queso», ha llegado al cine de entretenimiento para quedarse. Ahora, más de medio millón de fans han firmado una petición en Change.org para que HBO rehaga la octava temporada de Juego de Tronos. El nene no quiere comer.

No se dan cuenta los fans de que el desplome de la calidad de esta serie responde, precisamente, a la obsesión de sus creadores por contentarnos. Cuando el guion se transforma en un intento por complacer a un público infantil y caprichoso, presenciamos escenas tan patéticas como la fiesta posterior a la batalla contra los caminantes blancos. ¿Por qué casi todas las series se tuercen en las últimas temporadas? Porque los artistas, esclavizados por el éxito, dejan de escribir en el Word y se ponen a escribir en el Excel.

* Escritor y periodista