El taushiro, lengua del norte de Perú, es uno de los idiomas menos hablados del mundo. A sus parlantes no hay quien los entienda, y apenas veinte personas lo hablan con fluidez. Recuerdan a nuestros políticos y su lenguaje de género.

En mis tiempos estudiantiles la enseñanza del castellano bebía en sus fuentes latinas; hoy abreva en el dogma de lo inclusivo y lo políticamente correcto. La insigne filóloga Carmen Calvo, disconforme con el dictamen emitido por los académicos de lengua (¡qué sabrán ellos!), ha manifestado su oposición al estilo formal de nuestra Constitución, aunque viendo a sus nuevos compañeros de gobierno quizá deba también pronunciarse sobre el fondo. Ahora anda empeñada en que el Congreso de los Diputados pase a llamarse Congreso a secas, pues su actual denominación puede suscitar dudas acerca de qué hacen allí las diputadas. Sin distinguir entre sexos, en algún caso es mejor no conocer la respuesta. En nuestro idioma, el masculino genérico se emplea para referirse a seres de ambos sexos no por una imposición machista, sino por evolución del latín, lengua que --evocando la manida anécdota del ministro Solís-- permite llamarse egabrenses, y no de otra forma más caprina, a quienes como la vicepresidenta han nacido en el bello municipio de Cabra.

Este afán por hablar y escribir mal no es patrimonio exclusivo de una concreta ideología, como lo demuestra la reciente guía de (mal) estilo editada por la Junta de Andalucía, que amenaza con convertirse en «una herramienta ágil para asegurar la inclusión de la perspectiva de género en el lenguaje en los centros educativos» (sic). Mediante sorprendentes recomendaciones, la administración autonómica se convierte en una iletrada profesora de Lengua, y sugiere la utilización de un nuevo lenguaje que bien pudiera llamarse galimatías. Supresión de los artículos, desdoblamientos de palabras o proscripción de las oraciones pasivas son algunas de las reglas sintácticas a las que debe someterse la comunidad educativa. Los alumnos ya dan patadas al balón en el recreo... Y al diccionario en la clase. El dislate llega al extremo de dotar a las palabras de órganos sexuales, y proponen la sustitución de «palabras sexuadas por otras no sexuadas», cuando de todos es sabido que las palabras pueden tener género y número, pero, al igual que muchos matrimonios, no tienen sexo. Pronto oiremos recitar a nuestros hijos «Andaluzas y andaluces de Jaén/ personas altivas que recogen, acarrean o venden aceitunas/ decidme en el alma: ¿quién/ quién levantó los olivos?», versos impecablemente inclusivos, pero de discutible métrica. Urge actualizar la letra del himno andaluz, y que, con perspectiva de género, pronto podamos entonar «Las andaluzas y los andaluces queremos/ volver a ser lo que fuimos/ mujeres y hombres de luz/ que a las mujeres y hombres de luz/ alma de mujeres y hombres les dimos».

Hasta hace poco hablar y escribir bien nos diferenciaba de los analfabetos, los animales y de la ministra de Educación. Volvamos a la cordura; es la mejor opción. Sin ningún género de duda.

* Abogado