Debe de ser durísimo ubicarse ahí, ante la cámara, cada día, como presentador estrella, y actuar (porque eso es lo que hacen con sus cejas, resoplidos y modulaciones tonales) según arrecie la marea de lo políticamente correcto, quedándose así reducido a mero intérprete, mensajero de la tendencia falsamente solidaria, progresista, indignada, comerciante de emociones. Yo a esto lo llamo prostituirse, al mismo exacto nivel que el «representante político» y otros personajes de vida pública, como el futbolista sensacionalista (por cierto, este último arrastra a su familia y comercia con fotos y primicias en redes y medios, cosa que la prostituta de club o carretera no hace). Porque, decidme: ¿Cuánto más «malo» resulta vender uno su cuerpo? Quizir: se llama «profesional de la información» a un nota francamente irreconocible en su hogar, en familia, que interpreta un acto despachando una información conocida por él como falsa o al menos exagerada, sesgada, y culmina su intervención comerciando con aseguradoras y ofertas de telefonía, cual mercachifle de furgoneta. Se aplaude y dignifica y bendice el duro menester del sacrificado operario, la resistencia de sus nervios y músculos, capaces de soportar soterradas humillaciones por parte de jefezuelos y compañeritos de empresa, nueve horas/contrato a media jornada. Se mira con buenos ojos digitales toda la machacante exhibición de vidas privadas en redes y portales y revistas, porque así el presidente, la presentadora o el tenista nos parecen «más cercanos», y eso, por lo visto, es bueno, por dinero. Finalmente, se comercia con los apodados «fascistas» de Vox... ¿Pero no había que evitarlos a toda costa? Ay. Putoncillos de centro, periodistuches a la orden, empresarias, trabajadores. Así constatamos, oh, sí, que la prostitución siempre ha estado legalizada. Celebrémoslo pues, con más exageración y teatralidad si cabe, cariño.

* Escritor