Las palabras de mi padre siempre han sido como una constante en mi vida, constante que se me activa, como potente alarma, cuando mi pequeño arcaduz se engrana a la gigantesca noria de la convivencia. Hay que aprender a vivir con los demás, decía, siendo personas respetuosas, trabajadoras, responsables, educadas y consideradas, pero, hay que educarse para tal fin, porque no vivimos solos en una isla sino en la gran casa del mundo. Y nos entrenaba, a los siete hijos que éramos, en serlo, ante todo, con el ejemplo y con sencillas prácticas que nos situaban en el umbral de una madurez social productiva, colaboradora y respetuosa con todos.

Hoy día, más que nunca, el ser persona, con los atributos que mi padre reivindicaba como fundamentales en la necesaria convivencia, para una inmensa mayoría va tan íntimamente ligado con el tener que, prácticamente queda obnubilado, perdido entre la inmensa marea que nos arrastra hacia la carrera vertiginosa de la comodidad, la libertad, consumo y competitividad como único camino hacia el ser alguien. El deseo de poseer ha pasado a tan primer plano social que andamos convencidos de cómo, para que nos tengan en cuenta y ser valiosos personajes de este gran teatro del mundo, tenemos a toda prisa que acumular los mejores y más costosos productos del mercado. ¡Necia filosofía la del tener! Por mucho acumular bienes, jamás será verdad aquello de «tanto tienes, tanto vales».

El tener se basa en algo que se consume con el uso, o que puede llegar a estorbarnos o, la mayoría de las veces, a provocarnos angustia por miedo a perderlo. El ser, con el diario rodar crece y aumenta y se nos hace grande con la práctica. Es decir si somos lo que somos, si llegamos hasta donde podemos, si nos esforzamos por mejorar, si aceptamos nuestras limitaciones y nuestras actitudes ante los demás se tornan generosidad, amabilidad, delicadeza, etc. estaremos alimentando la savia que nos mantendrá en una existencia placentera, segura y libre.

*Maestra y escritora