Tal día como hoy, hace cuarenta años, llegué a la estación de Córdoba en un tren Talgo procedente de Madrid. Aquel verano determinó mi futuro, pues pasé la experiencia de dos tribunales, el segundo de carácter médico, en el hospital militar Gómez Ulla de Madrid, donde se me consideró excluido del servicio militar por una denervación en mi mano derecha. Un mes antes, en Granada, superé la oposición que me permitía convertirme en profesor con destino en el instituto Manuel Godoy, de Castuera (Badajoz). Hacia ese pueblo me encaminé unos días después para iniciar mi carrera docente, sin tener experiencia como interino y con poco más de veinte años. Aún me quedaba mucho por aprender, pero tenía dos ideas muy claras, convertidas en dos principios fundamentales a lo largo de mi vida profesional: una, que debía mejorar cada año en el conocimiento de mi materia, la Historia, porque era la única manera de obtener el respeto en mis clases, y la otra, que iba a desempeñar una función pública, donde no se me podía olvidar el compromiso ciudadano que ello implicaba y, en consecuencia, parte de mis esfuerzos debían ir dirigidos a compensar los desequilibrios sociales en la medida de mis posibilidades.

Este inicio de septiembre me lleva a reflexionar sobre qué ha sido para mí ser docente, algo que nunca viví como algo vocacional, sino profesional. Junto a algunos colegas, siempre defendimos que en el ámbito de nuestra profesión lo primero era qué enseñar y, en segundo lugar, el cómo, pero desde las instancias educativas dominadas por los pedagogos se defendía lo contrario, por lo que más de una vez tuvimos que ir contracorriente, en particular porque no entendíamos alguna de las medidas que se adoptaban con los cambios legislativos, en los que si bien aplaudíamos cuánto aportaban desde una perspectiva social y de universalización de la educación, sin embargo no coincidíamos con los planteamientos pedagógicos que poco a poco se impusieron, y contra los cuales nos expresábamos en la medida de nuestras posibilidades. Cuando en mi centro de bachillerato se implantó la Logse, no olvidaré la cara de estupor de un asesor del centro de profesores cuando una compañera y yo nos negamos a participar como ponentes en un curso para el profesorado. Argumentamos, sobre todo, que no deseábamos ser responsables de la vergüenza ajena que nosotros mismos habíamos experimentado cuando fuimos obligados a realizar un curso de tales características, y por mi parte le añadí que yo solo hablaba de aquello que sabía, que era muy poco, y desde luego no estaba entre mis conocimientos la transmisión de experiencias pedagógicas cuyo contenido no compartía.

Este verano me reconfortó leer una entrevista con una catedrática sueca, Inger Enkvist, que ha dedicado su vida a la enseñanza del español. Me alegré de coincidir con ella en sus críticas a una de las cuestiones más incomprensibles que hemos vivido los docentes estos últimos años, me refiero a lo de «aprender a aprender», pues afirma que insistir en ello «sin hablar antes de aprendizaje es una falsedad porque no podemos pensar sin pensar en algo. Sin datos, no hay con qué empezar a pensar». También defiende que en los centros de enseñanza no se va solo a hacer actividades, sino «a trabajar y a estudiar», así como la importancia de memorizar, porque sin desarrollar esa facultad resulta difícil tener una verdadera vida intelectual. Sin menospreciar el papel tan importante que hoy día tiene la tecnología y las ciencias experimentales, no dudaba en apostar por que se debe dar más énfasis a las humanidades.

Y por último, señalaba que es posible aprender bien inglés sin «sacrificar otros conocimientos», justo lo que está pasando en estos momentos con la experiencia del bilingüismo en la mayor parte de nuestros centros docentes.

* Historiador