Cada año les digo a mis alumnas y alumnos que lo importante de Platón no radica en conocer su biografía (eso sí, que no pongan barbaridades en el examen) sino en saber trazar el hilo invisible que desde él se nos dejó trazado y que sigue siendo tan vigente hoy día que aún me produce cierto escalofrío. Pero incluso el mismo Platón ya arrastró para sí un hilo que comenzó a desmadejarse algunos años antes. Me refiero al de Parménides, quien hace más o menos veintisiete siglos, siglo arriba siglo abajo, afirmó con contundencia que el Ser es y el No Ser ni es ni puede ser. Ahí es nada. Dicen ellos, mis alumnos, que mucho no se quebró. Yo les insisto en que no se queden con las apariencias porque alguna cosa más diría el hombre. De hecho Platón lo escogió como bandera, como digo, de toda la estructura de su teoría del conocimiento. Siglos más tarde, Hamlet, en la pluma de Shakespeare, inmortalizó las disyuntivas oracionales con su conocido to be or not to be, that is the question. Y repito, las disyuntivas oracionales porque las cosas son o no son. El límite, si quieres, lo podemos dejar en lo que también decía Protágoras, en la misma época aproximadamente que Parménides, cuando afirmó que cada uno es la medida de todas las cosas, es decir, que lo que para mí es a lo mejor no lo es para ti. O si quieres, podemos establecer otro límite que aún si cabe me preocupa más: el que se establece entre las palabras y las obras, entre lo que se dice y lo que se hace, entre lo que se dice y existe y entre lo que se dice y no existe. ¿O acaso no fue esto lo que Platón nos dejó clavado en la mente y en el corazón cuando nos dijo que el conocimiento verdadero no es posible en el espacio y en el tiempo? Lo que se dice y existe está sujeto al error y por eso no puede ser nunca conocimiento absolutamente verdadero, pero es lo que tenemos. De lo que se dice y no existe no podemos saber nada aunque allí esté el verdadero conocimiento. Y casi mejor es ni siquiera decir.

Pero volvamos a Platón. El hilo invisible que de él hemos heredado consiste en esa capacidad misteriosa que tenemos los seres humanos de crear lo que no existe, de dar vida a lo que no puede ser. Esto sólo podemos realizarlo a través de la palabra. No hay otro modo posible. Y es precisamente lo que ocurrió el viernes en el Parlament de Catalunya. Se declaró a través de la palabra lo que no puede ser. Ahora mismo la proposición «Declaro oficialmente constituida la República de Cataluña» posee el mismo valor de verdad que la proposición «Declaro oficialmente que mientras escribo este artículo hay un enanito verde sentado junto a mí». El valor de verdad es cero, nulo, ninguno. Pero el problema no se encuentra en el mensaje que transmite el emisor sino en el grado de reconocimiento que le otorga el receptor. Me explico. Cada vez que el gobierno de España responde a través de la palabra pública a lo que no puede ser comete un error imperdonable: reconocer la palabra del que dice lo que no existe, de lo que no puede ser. Se le reconoce y se responde en la misma medida: con la palabra. El acto que se produjo el viernes cuando los parlamentarios catalanes que no querían votar abandonaron el hemiciclo hubiera sido perfecto si antes no hubieran pronunciado palabra alguna frente a la palabra que no puede ser, frente a la palabra que no se puede convertir en acto de existir.

Por eso digo que el Gobierno no debería perder tanto tiempo en justificarse ante la palabra que no puede ser porque la está reconociendo. Probablemente tanta justificación se deba a que, en el fondo, tiene buena parte de culpa de que esta palabra que no puede existir haya emergido, se haya pronunciado el pasado viernes.

* Profesor de Filosofía