Todos los meses del año tienen su aquel, pero septiembre además tiene un algo de camión escoba. A todos nos barre de una manera u otra, o nos recoge después de haber estado esparcidos por ese verano por donde todos estamos llamados a errar, como ejercicio necesario para encontrarnos a nosotros mismos, aunque este sea el más grave de los oficios. Pero por si algunos casi sucumben en el intento, septiembre los salva, lo mismo que a los que se expansionan en la canícula, los reclama con el sonido impertinente de la esquila de las obligaciones mundanas. Nadie se libre. Los días se acortan y la oscuridad se nos acerca como las manos de un niño que quiere atrapar una mosca. En los rostros repunta esa melancolía de lo que pudo ser o de lo que fue y que ya no es ni será, al menos antes de este septiembre. Incluso hasta esta pandemia ha aprovechado este séptimo mes de los romanos para recordarnos que somos polvo en el viento. Que bien pegaría ahora para aquellos que somos talluditos aquella eterna canción de Kansas, Dust in The Wind : donde ondea el eco de aquella máxima de Virgilio tempus fugit (el tiempo se escapa), y donde como las hojas de otoño, caen sobre nosotros los versos de un antiguo poema de los indios nativos americanos donde se nos recuerda todo lo que somos: polvo en el viento. Aunque septiembre ya se acaba, se termina, y es ahí donde alcanza su esencia, donde se descubre como lo que es: un paso, un pórtico, un andén de despedida donde el tren del otoño hace su última y quejumbrosa llamada. Aunque este año de la pandemia con la mirada del que sobrevive a una guerra y lleva en sus pupilas a todos los que ya no están. Aunque también con la esperanza de que nada se destruye totalmente, sino que se transforma. Tal vez esa sea la lección eterna de septiembre.