Somos andaluces. Las sentencias firmes de identidad son casi siempre, aunque no lo parezcan, verdades enjundiosas. En todos los ámbitos territoriales y momentos de la Historia se han afirmado principios identidad. No es solamente una necesidad humana por ofrecer singularidades propias, sino una simple clarificación frente a los demás. Cosa bien distinta es el grado de intensidad, la fuerza con que se defienden y confrontan los rasgos definitorios de lo que somos; así como la imposición de estos: con ideas y hechos, con vehemencia, o sangre, con laxitud o indiferencia total. Lo cierto es que las verdades más intensas se ciernen en el horno de la pasión, con mayor o menor intensidad, solventándose con instrumentos distintos frente a los demás. Los pilares de sustentación del ideario nacionalista (cualquiera) son muchos y de diferente calado: carácter territorial, histórico, demográfico, lingüístico, cultural, etc. Armas muy difíciles de sopesar en el libro de las existencias, cuando los parámetros de todos ellos juegan desde siempre en alegre amalgama, al son de la mixtura del tiempo, pueblos y culturas. Ninguna comunidad humana ha estado jamás sometida al completo aislamiento, ni territorialmente ni en términos sociopolíticos o culturales. Quien más y quien menos ha desarrollado un amplia gama de interferencias recíprocas. No obstante, resulta obvio que en todos los pueblos prevalecen rasgos definitorios. Con mayor o menor intensidad. La mayor o menor reivindicación de su identidad depende de muchas variables, verdades y mentiras (o medias verdades...), para definir exclusividades. En ello no entramos. Hay aquí y allá para todos los gustos: pusilánimes, patriotas a ultranza de su tierra, defensores de la raza, invenciones nacionalistas, etc.

El caso andaluz emerge con mucha fuerza en el panorama español de las identidades. Sin grandes alardes de confrontación ni superposición alguna con nadie. La lectura de su nacionalismo, más allá de los parámetros contemporáneos de conformación política (Constitución de Antequera, regeneracionismo andaluz, ideario de Blas Infante...), se cifra en mimbres inmateriales y auténticamente afectivos. Ni España en general, ni Andalucía en particular, han tenido fuertes resortes de nacionalismo decimonónico, por carecer del ímpetu liberal burgués de otras regiones y naciones europeas. La nacionalidad andaluza no se ha cocinado en el fuego de las revoluciones ni en pilares fuertes de sustentación política. Más aún, es una amalgama difícil de discernir, en tanto que los rasgos que nos definen se encuentran sembrados de diversidad. Andalucía es actualmente un territorio geográfico con tal disparidad de caracteres (climáticos, orográficos, geológicos, paisajísticos...) que nadie, con sentido común, se atrevería a defender nuestra identidad en la uniformidad de rasgos espaciales. Otro tanto ocurre con nuestro pasado. Somos una región tildada desde siempre como crisol de culturas, y es cierto. Pocas tierras y comunidades de España pueden hablar tan fuerte y con tanta nitidez --sin menoscabo alguno de las demás, pues han viajado en paridad-- de poseer un semillero de historia tan definido y diverso: legado prehistórico, antigüedad romana; incursión islámica; conformación medieval castellana; con la Europa Mediterránea; proyectando el horizonte americano del descubrimiento, etc. Andalucía es por definición un vínculo insoslayable de relaciones intercontinentales. Todo ello ha dejado en nosotros un bagaje cultural intenso, diverso y plural. Nuestra disparidad cultural es fruto del palimpsesto histórico, que muchos se empeñan en unificar. Es todo lo contrario. La riqueza de Andalucía descansa en el inmenso poso de aportaciones que han sido recibidas sin mayor problema.

Lejos debe quedar, desearíamos, esa percepción tan nociva decimonónica de los viajeros extranjeros: románticos europeos que tanto dañaron la imagen de Andalucía. A pesar de su admiración por esta tierra (exaltación hiperbólica de la belleza: paisaje, monumentos, clima...), su proyección fue claramente negativa (vagos, embusteros, abúlicos, salvajes, violentos...). Autores de reconocido prestigio (Irving, Ford, Borrow, Gautier, Latour, Daviller...) dejaron desgraciadamente una imagen alambicada que ha perdurado hasta hace bien poco.

Andalucía está fraguada, como todas las regiones del mundo, con el fuelle del tiempo sobre el yunque de un territorio específico. La mayor singularidad de esta tierra reposa en ser capaz de aglutinar todo el mare magnum de contradicciones geográficas, históricas, políticas y culturales para proyectar un sentimiento unívoco de pertenencia a una comunidad. Una Tierra, un Pueblo y una Historia. Sin necesidad de un corsé mayestático de uniformidad. Mucho más allá de las reivindicaciones políticas puntuales, de falsos rasgos definitorios o caracteres lingüísticos (que son aquí plurales, en hablas y variedades idiomáticas) que nos caracterizan y singularizan en el panorama español. A un andaluz se le reconoce siempre en España y en el mundo. Con las alforjas pletóricas del pasado histórico y cultural de nuestros antepasados, que nada sabían de la Andalucía (tal como la entendemos hoy) que nos define. Sobre todo ello, y en todos nosotros, existe sin embargo un sentimiento andaluz como seña de identidad. Sin mayores necesidades argumentativas.

* Doctor por la Universidad de Salamanca