Lo razonable, una vez conocida oficialmente la sentencia del Tribunal Supremo a los líderes del procès, sería acatarla --no puede ser de otra manera-- e intentar iniciar una nueva etapa en la que, desde la legalidad y el respeto, se abriera diálogo en torno a la situación de Cataluña. Pero no será fácil. Aunque el Alto Tribunal ha descartado el delito de rebelión que defendía la fiscalía, manteniendo el de sedición y malversación, y las condenas a los principales líderes independentistas, de 9 a 13 años de prisión, les permitirán acogerse pronto a ventajas penitenciarias, la reacción en el núcleo separatista catalán ha sido de respuesta en la calle, con una actitud irresponsable de sus dirigentes, principalmente el presidente de la Generalitat, Quim Torra, y el fugado expresidente Carles Puigdemont, que calientan el ambiente y llaman a la «desobediencia civil». Y hablan de «venganza», cuando el Supremo lo que ha hecho es aplicar la ley ante unos cargos institucionales y dirigentes políticos que la habían violado y puesto en jaque los principios democráticos. Si todo se quedara en una demostración de protesta en la calle y no llegara a la violencia, quizá sea posible que se abra una nueva etapa que avance hacia lo que en estos momentos parece imposible: restañar la convivencia en una Cataluña divida en dos y la de esta con el resto del Estado. Pero algo así exige una lealtad institucional de la que hasta el momento han carecido los dirigentes catalanes. El fallo, aunque puede recurrirse ante el Constitucional e instancias europeas, está ya dictado, y el presidente en funciones, Pedro Sánchez, ha asegurado que se cumplirán las penas.

Sigue el conflicto

A pesar de que se mantienen varios frentes legales, puede afirmarse que se cierra la fase de judicialización del conflicto catalán, que se convirtió en un hecho inevitable cuando el 6 y el 7 de septiembre del 2017 el Parlament aprobó las leyes del referéndum y de desconexión. El papel al que la justicia se vio abocada ha terminado tras dos largos años de proceso, y llega la hora de devolver el conflicto a la política. Porque es cierto que el fallo no zanjará el conflicto político catalán. Los catalanes partidarios de la independencia no cambiarán de idea, ni los partidos políticos que propugnan la separación de España. Mal harían las instituciones del Estado en pensar que la derrota de la vía unilateral y el castigo penal por los hechos de otoño del 2017 supone el fin del problema. Las protestas en la calle (legítimas mientras no pongan en riesgo el orden público) son el recordatorio inmediato de cómo ven la situación los independentistas. Y con la campaña electoral las posiciones se radicalizarán.

Pero urge regresar a la vía política, en Madrid y en Barcelona, Hasta que no pasen las elecciones del 10-N, haya un nuevo Gobierno y posiblemente nuevos interlocutores en Cataluña (no hay que descartar un adelanto electoral), no habrá las condiciones necesarias para retomar una senda dialogada basada en el respeto a la ley. Mientras, cabe exigir que estos días de emociones a flor de piel --tantas veces hemos lamentado que sean las pasiones y no la razón las que salgan ganando-- no se dé ningún paso irreversible. El conflicto corre el riesgo de cronificarse. Tras la sentencia, es la hora de la política.