Sí, sí, ya sabemos que este verano había que sentarse a ver Chernobyl, Years and years o, más divertida, Fleabag, o quizá las últimas temporadas de El cuento de la criada, o de El joven Papa... Vale, no hay que negarlo, la oferta de series es buenísima y calidad tenemos por todas partes. Pero cada cual descarga la cabeza como puede, e imagínense a una periodista de tardías vacaciones saliendo del trabajo con la mente obstruida por las desgracias ajenas, mentiras rotundas, constatación de la estupidez del escenario político, horror por los crímenes machistas y por los comentarios de los que niegan esa violencia, la inalcanzable corrupción de los Pujol, los indigentes que mueren en la calle, los incendios, la figura de Matteo Salvini sin camiseta... Muy duro todo. Una opción, al llegar a casa, puede ser entretenerse con Paquita Salas, si tiene una ganas de un poquito de sal gruesa, y otra opción es rebuscar en ese servicio de los proveedores televisivos en los que te ponen las series ¡sin cortes publicitarios!, en el deseo de encontrar un paisaje de la campiña inglesa aunque sea con el Padre Brown o las bellas vistas de la Occitania francesa con la sin par comandante Candice Renoir.

Nada de publicidad del producto, nada de contar el argumento. Esa periodista imaginaria de la que les hablo creía que solo ella en el mundo veía la serie, pero resulta que, de la forma más casual (pues, desde luego, no es tema de conversación) ha descubierto que hay al menos dos personas más siguiéndola. Eso ha reducido su bochorno, aunque concluye que, llegados a la séptima temporada, esto más que una serie policiaca con un sentido del humor al estilo francés es un culebrón rosa disfrazado. Da igual. ¿Que no te enteras de lo que pasa o te quedas dormida a la mitad? No pasa nada si a cambio puedes ver las calles de Montpellier o las de Sète, donde transcurre la acción, los paisajes, la luz del sol, los puertos y las costas... El alma se tranquiliza, la tensión se reduce, el cansancio se sublima.

Sí merece la pena comentar que Candice Renoir es una policía divorciada, madre de cuatro hijos y que llega algo oxidada, después de diez años expatriada de Francia, a convertirse en jefa de una brigada (o lo que sea) en la que sus ayudantes la ven llegar tan rubia, con esos vestidos tan rosas y esa vocecita tan de jilguero, que tarda un poquito en sentar su autoridad. Ella es lo mejor de la serie, que presenta un feminismo irónico y sin corsés, un poco a la antigua -aunque, como suele hacerse ahora en todas las series, hay un árabe y una chica lesbiana, es decir, una representación de nuestra abierta sociedad occidental-, en escenas en las que Candice decide «hacerse la rubia», es decir, parecer más bien tonta o frívola, y, tengan ustedes cuidado, que así atrapa al asesino en un pispás.

Candice se hace la rubia. Es más, a veces dice, disculpándose, «es que soy rubia», y cuando suelta la frase que se prepare el que la reciba, lo cual, por muy simplón que parezca, nos divierte a las mujeres espectadoras.

Solo por ese «soy rubia», por el hecho de que sabe mecánica y se vuelve loca por los coches y muy especialmente por su exceso de peso -la llaman gorda unas cuantas veces, cuando cualquier mujer de su edad estaría encantada de tener su lozano aspecto- que no le impide ligar todo lo que se le antoja, ya merece la pena disfrutar del humor a la francesa y de las deducciones basadas a veces en el color de la tapicería o en si se llenó a tiempo la cafetera. Pues eso, gordita, rubia, de sonrisa permanente y en la maravillosa escena de la Francia mediterránea... ¿Alguien puede pedir más para desintoxicarse de la realidad?