Me he dado cuenta de que últimamente vengo usando con demasiada frecuencia la palabra espeluznante. No sabría decir si es que ahora ocurren más hechos espeluznantes o es que antes no llegaba a tener conocimiento de ellos. Lo último que me ha parecido espeluznante es el caso de una señora octogenaria que hace unos días, a requerimiento de la preocupación (tardía) de una sobrina residente en el extranjero, fue hallada cadáver en el suelo de su casa por los agentes de policía que se personaron a aclarar la situación. Según se informó posteriormente, la señora había fallecido por causas naturales hace unos cinco años sin que nadie se percibiera de ello en todo este tiempo. Para mayor espeluzne del caso, todo esto sucedió en una vivienda ubicada en el concurrido distrito madrileño de Salamanca. Que triste además.

Este suceso pone el dedo en la llaga sobre dos realidades actuales, la soledad de nuestros mayores y la impersonalidad de nuestras relaciones en general. Imaginemos algo que se podría dar en cualquier momento. Imaginen una persona mayor (o no tan mayor) que vive sola, que tiene su pensión, recibos y tributos domiciliados en una entidad financiera, que por sus limitados ingresos no tiene obligación de declarar renta y, para hacerlo mas rocambolesco aún, que hace tiempo instaló en su vivienda un asequible sistema domótico de encendido/apagado de luces y cierre/apertura de ventanas. Si un mal día esta persona falleciese inesperadamente en su soledad, nadie lo advertiría. Seguiría cobrando su pensión, atendiendo sus pagos, y su vivienda seguiría mostrando evidencias de normal ocupación. Nadie extrañaría nada porque el «cara a cara» está en desuso. Vecinos sin contacto, inmuebles sin conserje, comercio vecinal en extinción... Qué difícil resulta hoy que alguien eche de menos tus «buenos días». Hasta Facebook se está llenando de usuarios fallecidos a los que nadie echa en falta sus «me gusta».

Avanzamos a una situación en la que va a ser necesaria la implantación de sistemas forzados de señales de vida. Algo parecido a como hacen los televisores más modernos, esos en los que salta un aviso de auto-apagado para comprobar que haya alguien ahí si durante cierto tiempo no se ha operado con el mando. ¿De verdad estamos progresando? Qué lejos todo esto de la convivencia en los patios de las casas vecinales que hasta ayer festejamos. De aquel contacto humano tan directo y cotidiano. Tampoco es que a aquello lo considere un escenario idílico porque no quisiera obviar otras carencias que padecían sus moradores pero, en lo que respecta a convivencia, en esos espacios no tendría cabida la indolencia hacia el próximo que hoy se hace patente.

Compras por internet, comida a domicilio, certificados digitales, sistemas no presenciales, amistad por redes sociales... Por fortuna nada de esto sirve en la Feria de la Salud que tenemos en puertas. Que gran momento para encontrarse. Para disfrutar de esos «cara a cara» tan esquivos. Que gran momento para preguntar por el que falta y recolocarlo en la mente del preguntado. Se va imponiendo una novedosa necesidad social como motivo principal para la celebración de nuestras ferias. Antes se buscaba en la feria el ocasional momento para el negocio, la diversión o la exótica novedad, todo eso lo tenemos a día de hoy el resto del año incluso por medios digitales.

La feria de hoy, por encima de todo, nos da algo que ha ocupado el hueco de lo exótico y ocasional dada su imposibilidad de ser delegable a la virtualidad, el encuentro directo. Puede parecer un tópico eso de feria y encuentro, siempre fue uno de sus motivos, pero también puede que aún no seamos conscientes de que hoy es mas necesario que antes. Si no lo creen, hagan recuento de cuántos conocidos y amistades únicamente ven en persona nada más que de Feria en Feria. Piénsenlo y, salvo fuerza mayor, déjense caer por la Feria, déjense ver, aunque solo sea para dar señales de vida.

* Antropólogo