Etimológicamente, y conforme a su procedencia fenicia que nos da un marchante de nación veteranísima, España es el país de los conejos. Incluso en estas horas graves, no falta el sarcasmo y el gracejo para señalar que aquí sobran conejos, pero faltan chisteras para tantos tahúres y trileros. En realidad, acaso debería ser el país de los escorpiones, por esa capacidad insensata y suicida que, a falta de huracanes, volcanes y otras inclemencias naturales, nos lleva periódicamente a columpiarnos en la tragedia.

El dolor de España puede sonarles a algunos carpetovetónico, pero tras lo ocurrido este domingo en Cataluña, lo ulcerante es nuestra incapacidad manifiesta de aprender de los errores. Por mucha leyenda negra, tenemos un espíritu Quijano. En el 98, el Español era un Imperio agotado, pero el estoque lo propinó una falacia: el hundimiento del Maine, que nos llevó por el puñetero honor a enfilar en la bahía de Santiago los últimos cascarones de la Armada, escopeteados como en una caseta de feria por el incipiente poderío naval norteamericano. Y detrás de ese embaucamiento, la prensa yanqui, con un tal William Randolph Hearst a la cabeza.

El domingo, España perdió otra batalla. Preservó la honra del Estado de Derecho, y las fuerzas del orden estatales tuvieron que sentirse como los Tercios Viejos de Cartagena, ante la infame omisión de los moços de escuadra. No es cuestión de desenfocar culpabilidades y repartir puñeteras equidistancias. Aquí, quien ha roto la baraja ha sido un victimismo transgresor que ha frivolizado con la solidaridad y la ingratitud menospreciando a los otros pueblos de España. Cuando los secesionistas, dígase la cúpula catalana o el esperpéntico presidente del Barça, hablan del sufrimiento del pueblo catalán, están devaluando de manera temeraria este vocablo --hablen de sufrimiento a los kurdos o a los palestinos--. Conforme una escala de justicia universal y fijándonos en los visores de la carta de San Francisco, la suya es una opresión de chichinabo.

Sin embargo, la imagen es suya. Nunca he sido un apóstol del dontancredismo, la afición favorita de Mariano Rajoy, que siempre dio una imagen, y hoy más que nunca, de los tiempos en los que a Echegaray le concedieron el Nobel. Y eso fue un lustro anterior a los acontecimientos de la Semana Trágica, otro episodio que vuelve a entroncar con Barcelona. No es cuestión de debilidad, sino de denunciar la falta de anticipación. En el XIX, nos mariscamos un montón de Constituciones, propósitos que no sirvieron para enderezar nuestra decadencia. Hoy hemos consolidado una democracia con unos elevados estándares reconocidos por la comunidad internacional que parecen no ser suficientes para contener el enroque de unos filibusteros. Si una carga policial vehiculada por una orden judicial nos insinúa como un Estado opresor, imaginen lo que puede significar la suspensión de la autonomía si no se endereza la imagen exterior y se produce en Cataluña una reversión de las emociones, planteando las cosas con realismo y franqueza. Europa nos pedirá cuentas por esta fractura, temerosa de que se inflame esta yesca nacionalista. Solo queda una pócima mágica para evitar la secesión, y la firmeza solo puede desplegarse cuando las convicciones concitan el juego de la legitimidad, la legalidad y también de la emotividad... Difícil puzle cuando flotan en el aire el cainismo y la incompetencia. Y en este escenario, unas elecciones anticipadas podrían ser un voluntarioso intento de alcanzar por enésima vez lo sencillamente imposible: la convivencia democrática.

* Abogado