Más allá de creencias, opiniones sobre la Semana Santa y cuestiones como la ocupación del espacio público para manifestaciones religiosas (a mí me gusta toda manifestación pública de espiritualidad, sea de la religión que sea), quiero centrar esta segunda reflexión sobre la próxima Semana Santa y su carrera oficial en el entorno de la Mezquita-Catedral en clave interna: para los cofrades y los que nos gusta esta manifestación popular, antropológica, cultural, religiosa y espiritual.

Y es que la nueva Semana Santa también supone un esfuerzo para quien la quiere disfrutar.

Un gran amigo me decía que tenía cada minuto de su Semana Santa reglado, sabiendo a qué hora vería a tal o cual hermandad procesionar en éste rincón o aquella plaza, cuándo y a qué velocidad desplazarse entre un punto y otro para no perderse nada y hasta dónde y con qué tiempo parar en el mismo bar para comer, como un rito, el mismo bocadillo de calamares de todos los años. Una peregrinación interior y por las calles de Córdoba, un rito iniciático anual, una serie de vivencias personales calculadas (aunque siempre distintas) que engarzan con las de la propia Semana Santa.

Y claro: este año habrá que hacer muchas veces borrón y cuenta. Nuevos rincones por descubrir, nuevos horarios que acoplar, nuevas vivencias y, lógicamente, (¿por qué no?), un nuevo bar para pedir un bocadillo que ya no será de calamares.

Pero también es una oportunidad. Una llamada personal a reinventarse. ¿Cómo hacerlo de la mejor manera? Pues no hay otra fórmula: el sentido común: No aspirar a conocer en solo el primer año lo mejor de la Semana Santa, rehuir la bulla, no forzar situaciones, usar el móvil para quedar en otro lugar con quien nos habíamos citado si un mogollón nos amenaza... Quizá, al final lo mejor de esta Semana Santa sea que habrá que esperar a la próxima (o a la siguiente, o a la otra) para disfrutarla aún más con todos los sentidos, y en ésta, particularmente, con el sentido común. Ya saben: ese que es el menos común de los sentidos.