Dios tiene sus horas pero se las ha regalado a los hombres. Ha colocado en sus vidas la libertad; en sus manos, el tiempo; en sus pasos, el espacio. Dios ha hecho al hombre rey de la creación, de tal forma y hasta tal punto que este puede prescindir tranquilamente de su creador. Dios ha encumbrado tan sublimemente a los hombres, que les ha hecho partícipes de su propia vida divina, con el sabroso título de hijos, hijos por adopción, coherederos de la felicidad, pero hasta el límite de que pueden prescindir de esa felicidad extraña y forjarse otra más cercana, más palpable, y sobre todo, más fácil de conseguir, más instantánea. La felicidad que Dios ofrece a los hombres es tan extraña como Dios mismo, tan misteriosa como su doctrina y, por supuesto, tan difícil como ese drama de la pasión que hoy comienza a vivir la cristiandad en las páginas solemnes de su liturgia más esplendorosa. Esa vivencia de la Semana Santa que se abre hoy, Domingo de Ramos, es, lo que bien pudiera denominarse, la Gran Hora de Dios. La hora que se ha reservado para sí y que, al menos una vez al año, la hace resonar con fuerza a la humanidad entera, la presenta desde el Gólgota reluciente de nuestras iglesias y catedrales, desde el pedestal de los templos, o más brillantemente, más sonoramente, desde los púlpitos vivientes de las calles, donde la gente, la multitud anónima, se detiene un momento, aunque sea entre el ruido y el bullicio, para contemplar la Cruz, el paso de las imágenes de Cristos y Vírgenes, que avanzan entre aplausos y emociones, en sus estaciones de penitencia, proclamando una fe perfumada de símbolos, restellante de flores y de luces, policromada al máximo de platas y dorados, bordados y crespones, terciopelos suaves y espartos penitenciales. Dios se ha reservado como su Gran Hora la Semana Santa, la que hoy comienza, a primera hora de la mañana, con la bendición de los ramos de olivo, y la procesión, bajo el techo voluble de las palmas, inaugurando los recorridos procesionales, en la parroquia de san Lorenzo, la cofradía de Nuestro Padre Jesús de los Reyes en su Entrada Triunfal en Jerusalén, y Nuestra Señora de la Palma. Lo diremos un año más, las tres Semanas Santas que podemos celebrar y vivir --la de los templos, la de la calle y la del corazón--, representan una nueva llegada de Dios a su pueblo. Un pueblo que se acerca a Cristo, en los momentos más dramáticos de su vida, para acariciar sus heridas con el cariño más delicado y generoso. Un Dios que se hace visible a través de las imágenes, en las distintas advocaciones del Señor y de su Madre Santísima, como visible aparece cada día en los rostros débiles de los más pobres. Y Córdoba, de la mano de sus hermandades y cofradías, se dispone a celebrar su Semana Santa y a vivir la hora de Dios, marcada por la Cruz del Gólgota en el centro de la historia y por las cruces de cada día esparcidas a lo largo y a lo ancho de una humanidad doliente, ya que sigue siendo exactísima la aguda intuición de Pascal: «Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo. No se debe dormir en esta hora». La ciudad se abre a esa «hora de Dios», con entusiasmo y con una religiosidad popular que, el papa Francisco ha valorado y reafirmado, «porque cada pueblo es creador de su cultura y el protagonista de su historia».

* Sacerdote y periodista