Hablar del periodo comprendido entre el final del Imperio Romano y la llegada a la península Ibérica de los árabes en 711, que genéricamente y sin entrar en muchos detalles por cuanto el término no está exento de polémica, el mundo de la investigación conoce como Tardoantigüedad, es hacerlo de una de las etapas peor conocidas, inconcretas y controvertidas de la historia de España, a pesar del enorme interés que en las últimas décadas viene despertando entre la comunidad científica internacional. Se trata, en efecto, de un tema complejo, difícil, de enjundia considerable y gran alcance, que exige enfrentar en perspectiva territorial y diacrónica datos materiales, fuentes documentales, epigráficas y arqueológicas complicadas, en una combinación que no siempre resulta fácil ni al alcance de todos. La caída del Imperio Romano viene acompañada por transformaciones de todo tipo; variables nuevas de alcance creciente como el Cristianismo conducen a un cambio determinante en la dinámica urbana y del territorio, así como en la identidad de las elites, ahora ya de componente fundamentalmente eclesiástico, que alumbran poco a poco un nuevo concepto de ciudad regida por la religión y el culto a los mártires y los santos, y comienzan a disputar de forma explícita parcelas de gobierno al poder temporal, representado desde finales del siglo V por nuevos pueblos llegados de Europa que confirman pronto la fragmentación de Hispania, a la vez que potencian el peso de Dios y de su Iglesia. Todo ello dará lugar a formas inéditas de sociedad y de cultura, en las que buena parte de las imágenes del viejo paganismo desaparecen fundidas en hornos de cal o de bronce, se reutilizan como spolia, o caen bajo la piqueta de la nueva religión, empeñada en borrar cualquier huella que pudiera recordar el pasado. En medio de este panorama un tanto convulso que anuncia ya la Edad Media, la población reaprovecha los más diversos ámbitos, se instala sin más sobre las ruinas, y empieza a enterrar a sus muertos como garantía de salvación en, y junto a las iglesias urbanas o rurales, cuyos evergetas y benefactores, que promueven su construcción y las financian, encuentran en ellas un factor de cohesión, además de nuevos códigos simbólicos e iconográficos. Hablo de un paisaje político, institucional, social y humano que marca la transición entre dos épocas, pero desatendido durante mucho tiempo por el mundo de la investigación, dadas las dificultades que entraña un acercamiento en profundidad a la cartografía material de restos muy dispersos y complicados de contextualizar, con frecuencia el único testimonio. De ahí el interés de los trabajos que se vienen realizando últimamente en Córdoba investigadores como A. León, J.F. Murillo, M. Ruiz Bueno o E. Cerrato, entre otros, cuyo valor de entrada radica básicamente en haber sabido enfrentar el tema sin miedos ni complejos, recopilar con afán de exhaustividad la información disponible, y ofrecer ejercicios de interpretación que, aun cuando siempre perfectibles y limitados, están sentando las bases para un nuevo y más profundo acercamiento al problema.

Pues bien, un ejemplo especialmente significativo de la indefinición cultural, la ambigüedad de sentimientos y las contradicciones espirituales a las que se enfrentan las primeras poblaciones cristianas del territorio cordubense, lo ofrece una tabella defixionis recuperada en El Plantonal, a las afueras de Montemayor (CIL II2/5, 510a; HEp08, 200). Es una lámina de plomo escrita a finales del siglo IV en apretada letra cursiva mediante punzón y a mano alzada, que, fue concebida a la manera de las tablillas de maldición paganas destinadas a clamar venganza de los dioses infernales, pero burlándose en apariencia de las supersticiones paganas e invocando a personajes cristianos. La tablilla pertenece a la serie «judicial», es decir, quien la encargó, quizás cristiano convertido del judaísmo en opinión de algunos autores, temía que determinado juicio pudiera resultarle desfavorable y para evitarlo se encomienda a Susana, hebrea liberada por Dios de su sentencia de muerte en el Antiguo Testamento tras declarar contra ella dos testigos falsos, y Santo Tomás, patrón de de los jueces. Desconozco quién escribió el texto (en Roma solían hacerlo los magos) y dónde fue depositado el objeto, pero es posible que, enrollado y atravesado por un clavo como las defixiones paganas, terminara en la tumba de un muerto prematuro, conforme a unas prácticas mágicas que condenan expresamente los primeros Concilios cristianos, entre los cuales el de Elvira, en sus cánones, 6, 34 y 35. Un quiero y no puedo, que nos habla de una sociedad, como la de hoy, en plena y desasosegante metamorfosis.

* Catedrático de Arqueología UCO